Lanthimos y una Emma Stone desencadenada brindan una liberación sexual en clave de relato victoriano
CULTURA
Wes Anderson, campeón del cine del camelo «cool», vende otra estomagante tortura o estafa, esta vez a costa del escritor Roal Dahl
02 sep 2023 . Actualizado a las 17:14 h.Yorgos Lanthimos es uno de los cineurgos que más me fascinan de esta última década. Langosta o El sacrificio de un ciervo sagrado son obras mayúsculas del cine distópico de la crueldad de nuestro tiempo. En Poor Things, presentada en esta Mostra, sigue en cierta forma la estela de La favorita. Por las connotaciones de cine feminista de combate y —no cosa menor— por el apabullante protagonismo en ambas de Emma Stone. La propuesta de Poor Things parte de una Stone como novia de Frankenstein, una mujer que se ha suicidado y que un mad doctor encarnado por Willem Dafoe amuebla cerebralmente de nuevo. Y su evolución de criatura sin neuronas se encamina en la trama, como un cortafuegos irrefrenable, hacia el acelerado aprendizaje y toma de conciencia. Hacia el rol de mujer que desafía todas las represiones victorianas y se apresura a ejercer una liberación sexual desaforada, primero como autosatisfacción. Y muy pronto como dama que utiliza a los hombres para su placer, fiel a los principios de la literatura erótica de esta etapa histórica de Inglaterra. Es inimaginable la energía interna que recorre Poor Things sin la implicación de una Emma Stone desencadenada, que acepta unos niveles de explicitud y entrega física para nada propias de una de las actuales novias de América. Porque a Stone le repateará esa etiqueta patriarcal. Sobre esta furia de la actriz, Lanthimos oculta algunas líneas endebles de su película —por ejemplo el rol bufo, para nada sutil, de Mark Ruffalo— y se aferra a ese desencadenamiento de Stone para que Poor Things vibre quizás por encima de sus posibilidades estrictas. Porque, siendo una estimulante obra sin ataduras —y así fue razonablemente celebrada— no alcanza nunca el nivel de las mejores obras del osado y soberbio cineasta griego.
También en la sección oficial —pero no en el gotha de tanta firma de lujo como abunda en esta Mostra sino como invitado de segunda clase— pasó Bastarden, película danesa ambientada en el siglo XVIII (la dirige Nikolaj Arcel, un artesano sin personalidad, experto en cine de época) cuando la península de Jutlandia era un páramo destinado solo a extremos buscadores de fortuna o a colonos de la desesperación. A esa especie pertenece el personaje que encarna Mads Mikkelsen, un capitán veterano y desclasado, hijo ilegítimo de un noble que violó a su madre, sirvienta de palacio. Empeñado en convertirse en terrateniente cultivador de patatas en las estériles praderas del oscuro Norte. Y Bastarden se ejercita en esa porfía como película de género, a mitad de camino entre el wéstern escandinavo y el cine clásico de aventuras históricas de la Warner o la Fox. De hecho, el malvado antagonista de Mikkelsen es un señorito feudal de una villanía tan estereotipada y caricaturesca que parece la Némesis extraída de las películas de Errol Flynn. Y es que se ciñe de manera tan mecánica a esos parámetros de la conquista del Oeste o del Rob Roy feudal que todo lo que sucede —que está bien narrado y filmado con precisión y gran andamiaje visual— te lo sabes de partida y podrías ir cantándolo con una hora de anticipado decalage. Es decir, no se le niega a este filme poseer una épica consistente. Y sus dos horas abundantes se digieren tan fácilmente como se olvidan. Porque Bastarden querría ser, en otra vida Sin perdón o Robin Hood. Pero se queda en un sucedáneo muy sólido, con Mikkelsen imponiendo figura en su empeño contra los reyes de taifas, la escarcha de enero, los piratas a sueldo y las conspiraciones cortesanas. En el año en que hemos visto estrenada en salas una pieza tan colosal y mesmerizante como Godland —que es otra manera de contar una epopeya escandinava pero con riesgo y brillantez, con visceralidad, cielo e infierno— algo como Bastarden se aprecia como una marca blanca muy poco relevante. Fue aplaudidísima. Porque el ojo de los más agradecidos quiso ver en la pantalla a Clint Eastwood o a Tyrone Power. Pero ni esta Jutlandia es el Far West ni Bastarden es más que una sombra bastante camp o muy manoseada del Hollywood clásico de castillos con almenas o de horizontes de grandeza.
Wes Anderson, divino de la muerte
No existe en el panorama de festivales personaje que me produzca mayor rechazo o más concentrada grima que Wes Anderson. Este picaflor comenzó su carrera hace dos décadas haciendo un cine naíf que poseía su gracia. El de Academia Rushmore, Los Tenenbaums o Life Aquatic. De ahí, ante el creciente fervor de unos seguidores onda muy cool, se fue transformando ya no en contador de historias sino en viñetista de estafas inconexas y pintureras, en bobadas colorinches de pseudo humor tontiloco. Y digo que estafa este Anderson porque no paga a sus actores —los convence de que trabajar con él es un blasón de honor y orla de prestigio; y ellos pican— pero sí cobra luego entrada por unas funciones de anti-cine donde reúne celebrities y repartos tan corales que el que se mueve no sale en la foto.
Recuerdo el mareo que me provocó en el último Cannes algo llamado Asteroid City, un laberinto indescifrable, una pesadilla redundante de cromatismos a lo pantera rosa y de palíndromos infernales del que aún no sé cómo fue viable salir indemne. Pues no han pasado ni tres meses y —cuando ya nos creíamos a salvo por un rato— Wes Anderson ataca de nuevo. En la Mostra se presentó hoy con un microshow divino de la muerte, un mediometraje de 37 inacabables minutos donde Ben Kingsley, Benedict Cumberbatch o Ralph Fiennes recitan el relato La maravillosa historia de Henry Sugar de Roal Dahl , escritor al que Anderson le había hecho ya un traje en la animación Fantástico Sr. Fox. Y como tienen que terminar de leer el cuento pronto —porque esto es un corto— hablan a la velocidad ininteligible de Lola Flores cuando bordaba aquel»trabalenguas que repetía La Faraona, endemoniada, como un mantra derviche o judío ortodoxo: «Y cómo me las maravillaría yo”. Pues eso. Así se las maravilla Wes Anderson para no desaparecer nunca de nuestras vidas. Para golfearnos en cada festival en el que se pone un pie. Es la deletérea idea de un cine líquido que te envenena de azules o de rojos carmina. El veneno Anderson.