La artista publica hoy «Las ventanas de mi alma», un álbum en el que exhibe todas sus virtudes sin esconder ninguna de sus aristas
14 abr 2023 . Actualizado a las 22:32 h.Trascender las etiquetas y los géneros. Es el deseo recurrente expuesto por la mayor parte de los artistas cuando se les interpela en torno a su adscripción o cercanía a una u a otra corriente musical. No niego que como deseo no sea sincero. Como respuesta, casi nunca lo es. Salvo en el caso de Luz Casal (Boimorto, 1958). Una maravillosa, reconfortante y alentadora excepción. Luz lleva 17 discos haciendo lo que quiere hacer y siendo lo que quiere ser. Y si alguna vez ocultó, esquivó o disimuló algo, aquí está ahora este Las ventanas de mi alma para saldar viejas cuentas emocionales, para redimirse si fuera necesario —que no lo es— y para atestiguar que en ella habita una inquietud perenne, felizmente incontenible, que solo alcanza el sosiego cuando se convierte en canción.
Mucho se habla de esa singular y tan personal expresividad y del sentimiento que a la hora de cantar manifiesta la artista de Boimorto. Pero también conviene detenerse en la trastienda de la canción. Cinco años le ha llevado a Luz componer y grabar el álbum que hoy se publica. Otros cinco habían pasado también entre Que corra el aire y Almas gemelas, sus dos discos anteriores. «Yo creo que la única vez que hice un disco rápido fue el segundo. El resto, como mínimo, siempre me llevó tres años», explica. Y es que hay en el proceso de composición de Luz un complejo engranaje de orfebrería de precisión inaudita. Sus canciones —y las doce que componen este Las ventanas de mi alma son un elocuente ejemplo— son sometidas a un proceso de reposo, reflexión y posterior definición, que casi siempre tiene más que ver con quitar que con añadir. Con pulir que con ornamentar. «Para mí, una de las cosas más maravillosas que tiene este álbum es su simpleza. Está grabado con solo cuatro músicos y de manera muy precisa. No hay ni un solo sonido que sobre», comenta la artista.
—No me negará que es una «rara avis» en la industria musical actual.
—Es que yo no tengo que competir contra nadie. Solo compito conmigo misma. Y, cuando siento que una canción aún se puede mejorar, le dedico el tiempo que necesite. A veces incluso llego a cambiarla de estilo. Digo: «Esta canción es buena, pero no le va este género». Y lo que era un bolero acaba convertido en un tema más roquero o viceversa.
—Escuchando este disco, he tenido la sensación de que es como un «grandes éxitos», pero con canciones nuevas. Me explico: es una suerte de compilación de toda su trayectoria en la que hay un poco de todo lo que ha hecho siempre: hay rock, boleros, baladas, canciones rotas, otras más ligeras..., pero en la que todos los temas son inéditos.
—Está bien esa manera de verlo. Para mí, este disco es el reflejo presente de mi variada personalidad dentro de la música. Hay tantos sentimientos como posibilidades de canciones. Y a mí me interesa cantar esas sensaciones de múltiples maneras. Por eso en mis discos siempre hay distintos géneros. Porque no pertenezco a ninguno. Porque yo no canto siempre el mismo tipo de canciones. Yo no estoy cantándole al amor adolescente o al amor maduro todo el rato. Cada emoción y cada sentimiento que yo tengo se corresponde con un ambiente, con una sonoridad o con un estilo de música. Por eso hay canciones tan distintas.
—En este disco se marca un estriptis emocional en toda regla.
—Es más impúdico que otros, sí. En el sentido de «esto es lo que soy». Hablo de cosas de las que no me había atrevido a hablar hasta ahora. Como cuando digo que «el peso del rencor es una enfermedad». Estoy reconociendo que, entre otros muchos defectos, tengo ese. Y en este punto de mi vida quiero pulirlo o, si puedo, quitármelo. Confesarlo supone ponerte en un estado vulnerable. Que alguien diga: «Anda, o sea que esta tía es rencorosa». Pero es que sentía que lo tenía que hacer. Porque esa soy yo también.
—Hay un momento en el que llega a decir: «Ya no soy carne fresca».
—Eso es una desnudez total. Es decir las cosas como las veo y como las pienso. Es evidente que ya no tengo 20 años. Sería ridículo pensar que soy carne fresca. En sus múltiples interpretaciones. No estoy en el mercado [se ríe].
—En «La inocencia», habla de abrir de par en par las ventanas. Da la sensación de que, de alguna manera, ese es el «Leitmotiv» de este disco.
—Sí que lo es. Siempre digo que por más experiencia que pueda llegar a tener, yo sigo siendo una persona inquieta en todos los órdenes de mi vida. Y en este momento necesito mostrarme así ante los demás, enseñar también lo que no es tan bonito. Las imperfecciones. Porque de ellas a veces también sacas belleza.
—¿Qué ve Luz Casal cuando abre las ventanas de su alma?
—De momento, ya ves, doce canciones que me reflejan. Doce canciones que tienen su expresión a través de mi voz, pero nacen de lo que he visto y he escuchado. De lo que me conforma como individuo.
—Hablaba antes del rencor. El rencor, la rabia, el hastío están bastante presentes en el álbum. ¿Hay, como dice en la canción que abre el disco, mucha rabia sin disfrazar en su alma?
—Sí. La rabia es un sentimiento con el que tengo tener cuidado. Tenerlo muy a menudo me parece un signo de poco control de mí misma. Hay tantas cosas que me pueden producir rabia que estaría mosqueada todo el día. Y eso no me parece inteligente. Porque en el día a día hay otras muchas cosas —por desgracia, menos de las que quisiera— interesantes, bellas y atractivas que, aunque menos numerosas, tienen que ser más poderosas que lo que me produce rabia.
—¿Qué cosas le producen esa rabia incontrolable?
—La injusticia, el desprecio, el racismo, el edadismo... Todos los ismos que no estén en relación con el arte me producen esa incómoda sensación de me voy a mosquear, pero muy seriamente.
—¿«Duele ser fuerte» o eso es solo una licencia poética?
—Duele. Claro que duele. Tienes que pelearte mucho para que las circunstancias no te tumben. Yo siempre soy de las que piensan: «A pesar de todo, yo puedo». Pero cuando luego tienes un momento para reflexionar dices «¡buah, cómo cuesta!».
—Le robo el título de otra canción, ¿cuál es su «lugar perfecto»?
—Aquel en el que no echo de menos nada. No tengo una predilección concreta. Puedo hallarlo en un lugar pequeño con escasas cosas que me entretengan o en la silla de un aeropuerto, mientras espero que llegue mi equipaje. Mi lugar perfecto puede estar en cualquier sitio, siempre que me encuentre armónicamente bien.
—¿La soledad no le incomoda?
—No.
—Sin embargo, en «Dame tu mano» transmite la idea de que de determinadas cosas no se sale solo. O de que se sale mejor en compañía.
—Exactamente. Pero es que por una parte está la soledad deseada, la de tengo que estar conmigo misma para, como si fuera un cirujano, hallar algo concreto dentro de mí. Y, por otra, está el ser consciente de que también necesitas del contacto y de la opinión del otro. Esa combinación entre ser un individuo a mi rollo, sin necesidad de casi nada ni nadie, y ser una persona que también precisa del otro o de los otros, la llevo con bastante gracia, por decirlo rápidamente.
—En este disco, ha incluido «Un poco más de amor», una canción escrita hace 30 años. ¿Por qué no la publicó entonces?
—Sabía que era una buena canción y la llegué a grabar, pero al final quedó fuera de aquel disco porque no encajaba. Y fíjate que te lo estoy diciendo yo, que hago canciones tan distintas en un mismo disco.
—¿Y por qué ha decidido publicarla ahora?
—Pensé que era el momento cuando empezó la guerra en Ucrania. Es una canción que sigue reflejando, después de 30 años, las mismas dificultades y los mismos desastres que padecemos en la actualidad. Y el mismo deseo: «Que ocurra pronto un milagro».
—Treinta años después, ¿sigue creyendo en los milagros?
—Quienes tenemos una cierta tendencia a pensar que las cosas siempre pueden ser mejorables, confiamos en que, aunque sea tarde, los milagros se hagan realidad. Y si no, por lo menos, me conformo con, a la gente sensible, darle que pensar.
—Le he escuchado decir que esa canción antes la cantaba con rabia y ahora con hastío. No sé que es peor. La rabia nos hiere, pero el hastío nos desmoviliza.
—En mi caso la desmovilización no existe porque ya ves que he recuperado la canción. Quiero que la gente escuche lo que digo en ella, el mensaje que traslada. La rabia, como la pasión, es un sentimiento que tiene unos picos de intensidad muy potentes, que aparecen y desaparecen. Pero el hastío sí que es peor, porque puede durarte toda la vida.
—En este disco hay varias canciones en las que habla de la infancia y de la inocencia. Incluso en la portada aparece una niña mirando al mar. ¿Son recuerdos de aquella Luz niña?
—La infancia en mí siempre está presente. Soy una persona para la que, aun llevando vivido ya un buen trozo de existencia, la infancia es un territorio al que acudo con frecuencia. Imagino que las ausencias recientes también han podido provocar esa mirada atrás.
—¿Cuáles son las preguntas que ahora se plantea y que antes no se hacía?
—De unos años a esta parte, reflexiono en torno a la importancia de la amistad. No de esa amistad con aquel con el que te tomas un vino o dos cervezas y jajaja, sino de lo que realmente supone tener sintonía con el otro. También me pregunto muchas veces si merece la pena esto que estoy haciendo. Crecer como individuo, en todos los sentidos, ha sido uno de mis propósitos desde que tengo recuerdos. Y, a pesar de todas mis dudas, imperfecciones y debilidades, en ello sigo.