El jurado destaca su búsqueda «directa, desnuda y honesta» de la verdad
09 oct 2022 . Actualizado a las 13:21 h.«Cuando era niña, para mí el lujo eran los abrigos de pieles, los vestidos de noche y las mansiones a orillas del mar. Más adelante, creí que consistía en llevar una vida de intelectual. Ahora me parece que consiste también en poder vivir una pasión por un hombre o una mujer». Resume este fragmento de Pura pasión (1991) el núcleo más duro de la literatura de Annie Ernaux (Lillebonne, Francia, 1940), esa capa plasmática de alto voltaje que emerge cuando el que escribe ha saltado el escalón social —de una infancia en un bar familiar de barrio a una madurez de vistas al lago Cergy-Pontois, libros y sábanas impecables—, cuando uno empieza entendiendo el lujo como algo que se paga con dinero y termina intuyendo que por ahí no van los tiros. Sabe esta señora de 82 años del poder del ímpetu, del cosquilleo y de la curiosidad, pero también de los reveses y de la ambición. Por «el coraje» y «la agudeza clínica» con la que ahonda en las raíces, en los distanciamientos y en el freno colectivo a la memoria personal, la academia sueca incorporó ayer a la dama de las letras francesas a su selecto club de autores galardonados con el Nobel.
Llevaba años siendo una habitual de la quinielas, pero el suyo, además de un triunfo propio, es también el de la escritura en femenino: no solo porque suponga que el mundo tiene hoy una mujer más con la medalla de oro —17 frente a más de cien hombres—; es que en su páginas la gran mayoría de las lectoras se reconocen de manera casi obscena, aunque nada tengan que ver con ella. Escribe sobre sí misma y escribe sobre todas, renunciando a la ficción, piel de socióloga, reconstructora metódica del pasado y, por momentos, forense del mito romántico. Leerla es entrar en su vida y entenderse ahí, pura autobiografía, vuelta de tuerca para la que —comprendió con los años— tuvo que dejar a un lado el pudor: la Ernaux escritora carece de remilgos y, con una crudeza insólita, interpela a su conciencia y a la de sus contemporáneos. La suya, «es una búsqueda directa, desnuda y, en la medida de lo posible, totalmente honesta de lo que se puede llamar una verdad», resumió ayer Ellen Mattson, escritora y miembro del jurado.
Nació y creció Annie Ernaux en la Normandía, en el seno de una familia obrera en las antípodas de la comodidad burguesa que durante años tanto le escoció y de la que, sin embargo, acabó siendo socia. Este sentimiento de traición, de ser una «tránsfuga» de clase —como constantemente repite en sus escritos— atraviesa por completo su vida y, en consecuencia, su obra: la relación con su padre, el vínculo con su madre, el divorcio con su primer y único marido o la obsesión de la aventura con un hombre casado. A menudo escritos desde la tercera persona, sus relatos recogen combates íntimos. El de no dejarse habitar por los celos. El de soltar lastre con el desaliento de la adolescente que puso distancia con sus raíces. El de retener el deseo masculino y no dejar de alimentar el propio. El de aferrarse al sexo como constatación de que todavía hay pulso.
Con influencias que abarcan desde Marcel Proust a Jean-Jacques Rousseau, el nouveau roman o el sociólogo Pierre Bordieu, Ernaux no conoció el éxito hasta su cuarta obra, El lugar (1983), exploración del duelo paterno. Cinco años después diseccionó en Una mujer la pérdida de su madre, víctima del alzhéimer. La ocupación (2002) y El Acontecimiento (2000) —retrato de un aborto ilegal cuya adaptación al cine se llevó el año pasado el León de Oro en Venecia— completan el póker de ases de una voz aséptica que en España publican Tusquets y Cabaret Voltaire, seca en los cimientos, pero sin paños calientes, que logró el Nobel hablando de lo que no se podía hablar, que consigue hacer de lo cotidiano un material literario extraordinario. «Es un gran honor y una responsabilidad», reaccionó, sorprendida, tras enterarse del premio. «Es algo inmenso teniendo en cuenta mis orígenes».