Todos los que nos dedicamos profesionalmente a la ilustración sabemos lo difícil que es dibujar árboles. Difícil y atractivo a la vez, por eso ha sido un tema recurrente en la historia de la pintura. Un ejemplo es David Hockney, uno de los mejores dibujantes de la actualidad, que se fue a vivir en pleno confinamiento por el covid a una casa de campo en Normandía con el objetivo de pintar la llegada de la primavera. Lo consiguió a base de cientos de pinturas y dibujos de los árboles y plantas que rodeaban su vivienda. Imágenes muy coloristas donde el artista británico refleja el paso del tiempo y los cambios de luz y donde queda patente su fascinación por la naturaleza.
Jean-Jacques Sempé, el gran ilustrador francés fallecido el pasado mes de agosto, sentía esa misma atracción por los árboles. Sus dibujos, en cambio, son asombrosamente sencillos a la vez que muy expresivos. Sus árboles siempre me parecieron un ejercicio de virtuosismo artístico digno de entrar en cualquier museo de arte contemporáneo. No necesitaba más que unos pocos trazos rápidos y aparentemente aleatorios para llevarnos de paseo por los parques de París. «Dibujar es algo aparentemente sencillo, pero muy difícil», decía el artista nacido en Burdeos y que debiera estar ya considerado como uno de los más grandes ilustradores del siglo XX y uno de los que mejor retrató la ciudad donde vivía, París. Sempé era el dibujante que veía el mundo a través de los ojos de un niño, el que se fijaba en esos pequeños detalles que provocan en nosotros la sonrisa y la felicidad, el que evocaba esa infancia en la que querríamos vivir y el que inspiró a ilustradores de todo el mundo que veíamos en él el ejemplo de cómo la ilustración también podía ser poesía.
Sempé dibujó más de cien portadas para la revista The New Yorker y todas ellas son ejemplos magníficos del gran valor añadido que la ilustración puede aportar a la prensa. Reproducciones de aquellas portadas se pueden ver en multitud de tiendas de Nueva York, convertidas ya en iconos de la ciudad norteamericana.
Sempé tenía 89 años cuando falleció en su residencia vacacional. Hacía años que no podía montar en bicicleta debido a una enfermedad vascular, pero yo quiero recordarlo sobre dos ruedas recorriendo París, la ciudad a la que dedicó gran parte de su obra. Descansa en paz, maestro.