Carla Simón pone en Berlín verdad al explotado drama del mundo agrario en la honda y bellísima película «Alcarràs»
CULTURA
El palmarés del festival se falla este miércoles, con alta probabilidad de que el cine español se lleve premio
13 feb 2023 . Actualizado a las 10:38 h.Hace ahora cinco años, en el marco de una Berlinale mucho más viva que esta, Carla Simón nació súbitamente como cineasta. Lo hizo desde el extrarradio de una sección fuera del foco central como es Generation, con Estiu 1993. Por ese filme que exudaba autobiográfica verdad obtuvo el premio a la mejor ópera prima de aquella edición del certamen alemán. Y desde ahí ya le sobrevinieron los otros galardones, hasta el triunfo en los Goya.
Alcarràs, el segundo largo de la directora catalana, tenía varios novios entre los grandes festivales. La opción final por competir en esta Berlinale creo que es un acierto por la corriente favorable con la que Simón partía aquí. Y lo reafirma el aplauso final con el cual el Palast celebró los créditos de la película. Y que son los primeros que se escuchan en las hasta ahora diecisiete obras que han pasado por el certamen. No está el ambiente general para festejos ni alegrías. Pero Alcarràs ha logrado romper esa tercera, cuarta o quinta pared de silencio y soterrada tristeza. Y traspasar emociones de la pantalla a las butacas de la fría e inmensa sala ocupada en el mejor de los casos al 50%.
La película de Carla Simón viene a coincidir —y esto es un absoluto azar del calendario de nuestra política doméstica— en su acercamiento al drama de la ausencia de salidas para las explotaciones agrarias con un mes en el cual nos han acostumbrado a ver cada día en el prime time informativo a aspirantes a altos cargos largando argumentario con un fondo vacuno, ovino, jamonero.
El decalaje entre aquellas representaciones de cómica impostura y el soplo abierto de autenticidad que expele Alcarràs parece —no intencionadamente, claro— un desagravio del cine —que es ficción— para con la realidad del campo, secuestrada estas semanas por el teatrillo de los guiñoles de cachiporra.
Hay en este segundo largo de Simón elementos basales de la alquimia que presidía Estiu 1993. Esto es, la magia para dirigir a los niños, quienes de nuevo parecen no actores sino criaturas alimentadas por la limpia prestidigitación de la directora para encarnar en ellos la pureza de la vida antes de romper amarras con la inocencia. Pero Alcarràs abre su gran angular para abarcar el plano general de una familia entera sometida a los embates de la crisis productiva de la agricultura —en este caso, un campo de cultivo de frutas— en la Cataluña profunda y rural de las tierras de Ebro.
La manera en que se desgrana esta derrota es de apariencia minimalista pero posee la enormidad, el orgullo y la poesía de los agonistas de las grandes batallas perdidas. El marco de las tres generaciones familiares, la lucha de un novecentismo con sordina frente al patrón o a las rentables placas solares que devoran campos de melocotones, es un ejercicio de bellísimo cine quijotesco pero nunca ampuloso.
Y debería estar, con su mirada elegíaca, fatalista y limpia de un mundo que parece ya —irremediablemente— el de ayer, en lo más alto del palmarés que se falla este miércoles en la Berlinale. Tal vez mano a mano, y sin chovinismos patrios, por objetivos méritos creativos, con la proteica y sabia Un año, una noche, de Isaki Lacuesta.
Habrá que ver por dónde van las decisiones de un jurado que preside nada menos que M. Night Shyamalan. No sé por qué razón piensas que podría ser una lista de premios como un sobre sorpresa final. Una de esas paradojas, de esos loopings o punch-lines que se guarda bajo la manga el cine del director indio-estadounidense. Por si acaso, así fuera, hay junto a él nombres de mucho peso: sobre todo, el autor del año y puede que de la década, el japonés Ryusuke Hamaguchi, y uno de los productores de más peso del mejor cine de autor de este siglo, como es Saïd Ben Said.
Taviani agotado y Hong Sangsoo, en el tiempo de descuento
La competición oficial tuvo alguna presencia final pienso que no relevante. Paolo Taviani, el superviviente de uno de los tándem de hermanos más célebres de la historia del cine, junto a los Dardenne y los Coen, trajo Leonora Addio. Fue una selección inesperada de esta Berlinale porque el cine de Taviani, con noventa años —y no necesariamente por la biología; miren a Clint Eastwood o a Woody Allen—, pertenece al siglo XX. De hecho, la Berlinale tuvo ya con los Taviani un acto de supina generosidad en el año 2012, cuando les regaló a los dos un Oso de Oro al buenismo simplón por algo llamado César debe morir.
Ha pasado una década, Vittorio Taviani ha fallecido. Pero Paolo se resiste a aceptar un agotamiento creativo que viene de más de dos décadas atrás. Y en Leonora Addio no termina de despedirse. Y cuenta un hecho con bastantes posibilidades narrativas: el traslado, veinte años después de su muerte, de las cenizas del dramaturgo Luigi Pirandello a su Sicilia natal, siguiendo sus deseos que el fascismo quiso ignorar.
Pero la cámara de Taviani está para pocos viajes. Tanto que en poco más de una hora —con insertos de archivo, del Nobel concedido al escritor y de imágenes algo inopinadas de filmes clásicos del cine italiano como Paisà, de Rosellini, La aventura de Antonioni o Il bandito de Lattuada— se le termina el carrete.
Y recurre a una solución bizarra: hacer nacer una segunda película independiente de la primera, una adaptación de un relato breve de Pirandello, ambientado en los Estados Unidos. Ocupa veinte minutos caóticos, caprichosos. Como capricho de la Berlinale es meter a este Taviani más allá de la senectud autoral en camisa de once varas.
Fuera de esta crónica -y de todas las del día por la hora en que se proyecta- queda el último filme a concurso, lo más reciente del infatigable y generador de fandom Hong Sangsoo. Vista la cosecha de este festival, podría haber Oso de Oro coreano en el descuento.