El filme «Manto de gemas» da un paso más en la Berlinale en la brutal exposición de México como pudridero impasible

José Luis Losa BERLÍN / E. LA VOZ

CULTURA

Fotograma del filme «Manto de gemas», ópera prima como directora de la actriz y editora boliviana afincada en México Natalia López Gallardo (1975), casada con el cineasta mexicano Carlos Reygadas.
Fotograma del filme «Manto de gemas», ópera prima como directora de la actriz y editora boliviana afincada en México Natalia López Gallardo (1975), casada con el cineasta mexicano Carlos Reygadas.

Ulrich Seidl abunda con su película «Rimini» en su trayectoria legendaria de cineasta del «mal rollo»

12 feb 2022 . Actualizado a las 09:43 h.

La llamada generación mexicana de cineastas de la crueldad ha ido plasmando en la última década el mapa del cuasi genocidio nacional. La carnicería cotidiana de México como estado fallido estremece en las obras de Carlos Reygadas, Amat Escalante, Michel Franco o Lorenzo Vigas. Esta Berlinale incorpora, por vía de urgencia, un cuarto nombre a la lista de pintores del mural del horror colectivo.

Natalia López Gallardo pide paso en Manto de gemas con una mirada propia. Es la mujer de Reygadas y co-autora, desde el montaje y la interpretación, de su cine colosal. Su ópera prima es un viraje arriesgadísimo en la forma de descarnar la realidad del país como pudridero de escombros entre los cuales surgen cuerpos embalados como paquetes postales.

Todo esto podría sonar a hipérbole tremendista. Pero tenemos en la mente las imágenes de los informativos de esta semana, con pueblos con embuchados cadáveres en sus aceras de amanecida. Y periodistas cayendo como patos de goma. Lo genuino en Manto de gemas es la forma en que Natalia López desmembra su narración, la descompone hasta lo inaprensible, de forma que no hay tiempo ni espacio vertebrado al que aferrarse. La cámara es como un ojo vago que desenfoca el pánico. Busca descolocarte, llevarte al aturdimiento de esa mujer que busca a su hermana secuestrada en el país de la desaparición universal.

La pantalla, como México, es un túnel, un desencuentro donde coligen la policía al margen de la ley, los cárteles, los hampones, los rehenes, los desnudos y los muertos. Todos en un pandemónium donde no existe orden racional. Solo el vacío, la oscuridad que remite al más perturbador David Lynch. Una mujer totalmente desnuda, desgarrada, huye de ese espanto donde un hombre arde y se carboniza en un plano final que resume que el infierno en este caso no son los otros. Está en todas partes.

Por eso creo que Manto de gemas es el más perfecto exabrupto fílmico, el huis-clos de ese territorio, pobre país, como callejón sin salida, tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos.

Cadáveres en los armarios austríacos

Al austríaco Urich Seidl no le gusta la esencia de su país, de la Mitteleuropa. Detesta los sótanos de la conciencia, su ténebre siglo XX, el uniforme tirolés, los campamentos de jóvenes castores, las cruces integristas. O las historias de la raza superior o de las camisas pardas que perviven como folclore de los abuelitos. Cada austríaco esconde muchos cadáveres en los armarios, nos dice.

Es como Thomas Bernhard pero en punk, con un macabro sarcasmo que atraviesa su cine demoledor, el de títulos como la trilogía Paradise, Safari o In the Basement. Aquí acaba de presentar Rimini, con la figura de un pseudobaladista para hoteles con excursiones del Imserso como antihéroe grumoso. Se llama Richie Bravo.

Su mayor delito no es que su música y sus andares suenen como los de un pariente pobre y teutónico de Liberace. A mayores, ejerce como cowboy de medianoche y se acuesta con clientas a las que chulea sus cartillas de pensionistas. Sobre sus lomos de crooner patán Ulrich Seidl dibuja el apocalipsis kitsch de una ciudad turística costera en pleno invierno.

Este Rimini adriático de hoteluchos y garitos como de otro siglo podría ser Puerto de la Cruz si allí tronase el cielo de metal y cayeran chuzos de punta. Y Seidl se ceba en esa apoteosis de lo cutre. Y le pone toda la sordidez en la que es avezado introductor.

Sexo de cuerpos con anatomía de Rascayú, borracheras peores que las del minibar de Raphael, inmigrantes subsaharianos acostados por las aceras barridas por el temporal. Y Richie Bravo cantando una versión inenarrable del Vino griego de Demis Roussos para rematar faena. Aquí sí que nieva. No en el tontorrón y cursi Benidorm del peor cine de la Coixet. Esto es Seidl en estado puro. El rey de la feel good movie.

Es verdad que en Rimini se permite algunos elementos de drama familiar -la hija perdida de Richie Bravo resurge del pasado con un ramillete de novios musulmanes para pedirle el dinero que robó a su madre- que son algo muy ajeno a su sello. Pero sobre ese desviacionismo impera el malrollismo como arte mayor. Y personajes como el del padre de Richie, impedido en una silla de ruedas y tarareando alegremente canciones de su añorado Tercer Reich por el pasillo del asilo, mientras el baladista abochornado trata de silenciarlo y entona, por sobre las marchas nazis, una de las Baccara.

Valeria Bruni Tedeschi como Gracita Morales

Frente a dos películas intensas, dolientes, fascinantes en sus miradas nada vacilantes al horror o a la sordidez, pasó una peliculita de Ursula Meier, que jugaba en casa. Así se explica que se encuentre en competición este dramita de disputa familiar de madre e hija, que semeja una tv-movie germana de las que ha comprado un lote TVE. Se supone que para darle algo de caché está la ubicua Valeria Bruni Tedeschi, actriz hasta hace poco tan estimable pero en una deriva hacia la sobreactuación pseudocómica peligrosísima. Acabará -ella, con su nobiliario origen- haciendo de Gracita Morales.