La autora de «Un amor» firma un libro-joya que nos hace acariciar la pequeñez humana. «Los animales no son como nosotros, carecen de ambición. Nos ayudan a comprender que existen otros mundos», sostiene
21 jun 2022 . Actualizado a las 17:15 h.La literatura es un animal hermoso que nos acompaña entre las sombras de la mano de Sara Mesa (Madrid, 1976), que en cuanto empezó a escribir, cuenta, no paró. La autora de Un amor nos atrapa con su voz seca, realista, bien pulida, sin efectos especiales, en Perrita Country, una historia entre el cuento largo y la novela corta que nos araña también con la poética geometría de las ilustraciones del premio nacional Pablo Amargo, que ha ganado la Medalla de Oro de la Sociedad de Ilustradores de Nueva York por este trabajo.
Perrita Country (tercera edición en tres meses), pequeño libro-joya, nos asoma a la vida de una profesora que convive con un gato y una perra. Deja huella.
—¿Qué tiene en común con la protagonista de su historia? ¿Vive o vivió en una casa rosa palo con una perra y un gato?
—Como en casi todas las ficciones, hay una parte real y otra inventada. Tengo una perra y un gato muy, muy parecidos a los que salen en el libro. Fui profesora hace muchos años, pero no de niños pequeños. Y jamás he vivido en una casa rosa de La Provenza, ojalá...
—¿Cómo surgió la colaboración con Pablo Amargo? ¿Intervinieron uno en el trabajo del otro? Estos dibujos son como gatos, va un poco a su bola.
—Yo quería que fuese él quien ilustrara el texto, que estaba completamente terminado cuando se lo propusieron desde la editorial. Pero nadie intervino en el trabajo de nadie. Son caminos paralelos, que se tocan en algún punto, pero que no se supeditan el uno al otro. Para mí, dibujos y texto son ya un todo indisoluble.
—¿Es posible y puede ser buena la convivencia entre una perra y un gato? ¿Existen en realidad el gato Ujier y Perrita Country?
—Cuando escribo no busco hacer generalizaciones, así que jamás podría decir que sea bueno y posible que convivan gatos y perros; es algo que depende de muchas circunstancias. En la historia concreta que aparece en este libro, sí lo es. Toda la historia de esta convivencia está basada en la realidad. Aprendí mucho observándolos, entre otras cosas cuánto me gustaba observar.
—Los animales han dejado de ser cosas. ¿Cómo valora su consideración de personas? Tengo la impresión de que hay pocos escritores y escritoras sin gato.
—No se les considera personas, sino seres sintientes. Me parece una denominación acertada. Hasta hace muy poco tenían una consideración legal utilitaria, más o menos como si fuesen muebles. Son literarios, como tantas otras cosas que nos pillan cerca… y, en efecto, nos pillan muy cerca. Yo no sé si casi todos los escritores tienen gato. Habría que hacer un estudio sobre esto, pero supongo que es debido a que pasamos mucho tiempo en casa.
—Con su perra y su gato, la narradora palpa lo insustancial de sus necesidades y su propia pequeñez. ¿En qué nos superan los animales? ¿Qué nos enseñan?
—No son mejores ni peores, son distintos. Quizá son más capaces de vivir el presente. Carecen de ambición, aunque su instinto de supervivencia suele estar por encima de todo, esto también es verdad. Creo que nos enseñan a comprender que existen otros mundos simultáneos al nuestro, que no somos únicos, que no debemos arrasar con todo, que los necesitamos más de lo que ellos nos necesitan.
—No hablan con palabras, pero se expresan. ¿Qué poder tienen las palabras, una ficción construida con el lenguaje?
—El lenguaje verbal siempre necesita de su contexto para significar algo, no es tan potente como creemos. Es maravilloso, en tanto que lenguaje articulado y complejo, pero precisamente su complejidad, en la que radica su belleza, es la causa de los malentendidos. El lenguaje verbal siempre se ha usado con determinados fines más allá de los comunicativos, nunca, en ninguna época, ha sido inocente.
—Perrita Country no ladra. ¿Se ha sentido usted incapaz de hablar, de expresarse, muda por la presión de un contexto o unas circunstancias en algún momento?
—Claro que sí, es un gran tema ese, el del silencio por parálisis o por la inconveniencia o prohibición de hablar. Esto lo abordo en otros libros, como Un amor.
—«Cicatriz» fue la confirmación de que era una de las grandes voces de su generación. ¿Se siente así, parte de una generación?
—No. Esto soy incapaz de verlo, tiene que ser la crítica quien encuentre características comunes entre los escritores nacidos en los setenta, que seguro que las hay. Pero una siempre siente que camina aparte, aunque no sea así.
—En «Mala letra» rompe la burbuja de la infancia. ¿Coge mal el lápiz? ¿Puede escribir con buena letra un lápiz torcido?
—Imposible. Si se aborda la escritura desde cierta mirada, es imposible que salgan textos confortables. Pero Chirbes decía que la buena letra es el disfraz de las mentiras, así que mejor quedarnos con la mala, que estará torcida pero es más auténtica.
—Ha dicho que «la felicidad puede ser un error». ¿Quiere incomodarse y quiere incomodar como escritora?
—La felicidad no es un error, pero a veces sentimos que lo que tenemos es debido a un error, que no lo merecemos, o sufrimos porque desaparecerá. A eso me refiero en mis historias, no tanto a la negación de la felicidad en sí.
-Una librera gallega me ha dicho recientemente que, en su opinión, «Perrita Country» supera a «Un amor», que se llevó el corazón de libreros, bibliotecarios, lectores. ¿Le impone el éxito?
-No entiendo bien qué significa la palabra éxito. Para mí el éxito es saber íntimamente que he escrito el mejor libro posible y eso todavía no me ha ocurrido. Y por eso, supongo, sigo escribiendo. Lo que me impone es la presencia pública, eso sí.