Amenábar propone en San Sebastián un desacomplejado «thriller» con un émulo de Tom Cruise a la española
CULTURA
«La fortuna», la serie creada por el director de «Tesis», parece querer beber de Spielberg o de Sidney Pollack en un remix de géneros que no teme el ridículo y a veces cae en él
25 sep 2021 . Actualizado a las 10:07 h.Veo de un tirón las cinco horas de La fortuna, la anunciadísima serie de Alejandro Amenábar. Se va a estrenar en seis días en una plataforma pero supongo que por metértela en la retina casi de amanecida, con mascarilla FFP2, sin un solo descanso para el organismo ni el respaldo de un sofá, te darán algo: unas acciones en la Amenábar Company. O un bocadillo, como en los mítines de antes.
Observo cuando menos con curiosidad la osadía de esta adaptación de un cómic llamado El tesoro del Cisne Negro [obra de Paco Roca y Guillermo Corral]. Ignoro lo influenciado que está el guion del propio Aménabar por su origen en la banda diseñada. Pero intuyo que buena parte del tono de la historia, abiertamente delirante en su cross over genérico, del cine histórico de galeones al drama judicial pasando por el thriller, proviene de ahí.
También hay un sentido muy desacomplejado en esta tentativa de acercarse a territorios propios de Spielberg -el concepto de patria o de civilidad, insólitos en nuestro cine, la banda sonora excelente de un Roque Baños transmutado en John Williams- o del añorado Sydney Pollack. Que el protagonista absoluto, el héroe capriano de la función, sea un joven con aire de chico del PREU, un actor estupefacto llamado Álvaro Mel, que desea algo de un Tom Cruise veinteañero con vetas del Pequeño Nicolás, te da una medida de las licencias sobre lo convencional que el asunto se permite tomar.
La lucha por recuperar el tesoro de los galeones hundidos por los ingleses en 1804 de las garras de un pirata del siglo XXI encarnado por Stanley Tucci nos la sirve Amenábar permitiéndose en uno de los seis capítulos una reconstrucción de época con la batalla naval. Y en los cinco restantes, construir la pugna entre el bien y el mal con un concepto del heroísmo bien genuino, por contraste con la borrachera de dunes y márveles que sufrimos: el superhombre es aquí el funcionario, el servidor del Estado. Es este Tom Cruise españolizado al que nunca te crees, pero supongo que eso es parte de la sublimación del argumento. La inverosimilitud alcanza cotas de delirio divertido en la historia de amor del jovencito diplomático y otra funcionaria on fire, una Ana Polvorosa veinte años mayor que él, bisexual y con novia.
La incapacidad ya legendaria de Amenábar para contar relaciones de amor importa aquí muy poco. Porque todo el argumento de La fortuna se mueve en la irrealidad. La manera en la que nuestro héroe de PREU destapa un escándalo político en el Senado norteamericano es puro Mortadelo y Filemón, no creo que autoconsciente. Y en el último de los capítulos hay una persecución automovilística muy trash y casi parodia grindhouse que no puedes menos que celebrar.
Como en ese último episodio apunta la aparición de una Blanca Portillo con cara de CNI, la cual propone empleo en la agencia secreta a nuestro atildado zagal, no les extrañe que estemos asistiendo al nacimiento una franquicia ibérica entre Misión imposible y Promoción fantasma, con este impagable Álvaro Mel haciendo buena a la Gracita Morales de Operación Matahari.
Coppola revisitado
Son muchas -demasiadas- las obras de la grandiosa filmografía de Francis Ford Coppola que pasaron en un momento infravaloradas. Las hecatombes primero económicas y luego personales y tan dolorosas, con la perdida de su hijo en 1986, parecieron desarbolar su cine de esa década. Y sin embargo, de ese tiempo son títulos apasionantes en su imperfección como Peggy Sue se casó, Jardines de piedra, Tucker y, sobre todo, el díptico que conforman Rumble Fish y The Outsiders, ambas basadas en novelas de la escritora S. H. Hinton.
La segunda, estrenada en España como Rebeldes, es objeto de recuperación cinéfila en este festival, con el corte al que Coppola añadió 18 minutos de metraje. Asisto a la revisión de este filme como a un embriagador y al tiempo melancólico tal-como-éramos. En el filo de los Dublineses de Huston y Joyce, esos rostros que ves en la pantalla, el rat-pack que forman Matt Dillon, Patrick Swayze, C. Thomas Howell, Ralph Macchio, Emilio Estévez, Rob Lowe o Diane Lane ya han desaparecido. Swayze de manera absoluta, con su prematuro fallecimiento. Los demás, porque han mutado en algo diverso.
Por eso, la lírica de generación perdida que habitaba en la ficción de una película tan hermosa cobra hoy otra dimensión cinematográfica. Es como los versos de Robert Frost: «Así se abate el edén de la tristeza/nada dorado puede permanecer». Y lees en los créditos, en un zarpazo meta-cinematográfico, que Gian-Carlo, el hijo de Coppola, asumía tareas de productor en este callejón de las almas perdidas, solo dos años antes de que su cuerpo se partiese sobre el mar.