En el 2016, su filme «The last face» sufrió la mayor masacre de la crítica en la historia del festival y arruinó su carrera
11 jul 2021 . Actualizado a las 10:05 h.El retorno de Sean Penn a la Croisette, director y protagonista de Flag Day, es como si Napoleón hubiese tenido humor para revisitar Waterloo. En mayo del 2016, Penn presentaba en este festival The last face. Su película con Javier Bardem como voluntario en el África crudelísima de los Grandes Lagos fue masacrada por la crítica -con total ajuste a los valores de aquel desatino- en uno de los vapuleos que, por su envergadura, han hecho historia en Cannes. En su muy interesante libro sobre las interioridades del festival, su director, Thierry Frémaux, evocó aquella noche de gala como un funeral. Desde el pase de prensa matinal, Penn y su equipo habían tenido tiempo de tomar conciencia de lo que se les venía encima. Según el propio Frémaux, aquel día cambió algo más relevante en el futuro de Cannes. Tomó su director cuenta del poder para él dañino de los medios sobre lo que debía ser una fiesta. Y en el 2019 se aplicó el bloqueo de las proyecciones para la crítica, de la mañana a la noche. Con ello se disipaban las malas reseñas y se hería de manera singular a la prensa escrita. Esa encubierta ley mordaza sigue vigente.
Naturalmente, no tiene Sean Penn la menor culpa de todo esto. Es uno de los más grandes actores de este siglo. Y como contador de historias soy entusiasta de sus viscerales e inquietantes Extraños vínculos de sangre, Cruzando la oscuridad o El juramento. Me gratifica sentir que su carrera ofrece en Flag Day señales de reconducción. Adapta una historia real, la del poliadicto al crimen John Vogel: estafador, atracador de bancos, incendiario, y, sin embargo, como padre, capaz de tener a su hija encandilada por la fascinación de aquel hombre de las mil caras. El filme recoge lo que vino después de la caída. El ansia de reconciliación del atormentado personaje con aquella pequeña a la que le sajó la inocencia. Y hay en Flag Day una sobriedad narrativa y un clasicismo que -como ayer en la cinta de Matt Damon y Tom McCarthy- vuelven a remitir a la influencia de Clint Eastwood, ya tan expansiva. Me emociona el redentorismo en absoluto complaciente que surca la película. Igual que las arrugas del dolor surfean la frente de Sean Penn.
Ana Frank, en animación
Ari Folman es el autor del filme de animación más directamente político que recuerdo: el imprescindible Vals con Bashir, donde el israelí abordaba la invasión del Líbano por su país en 1982. Frente a la dureza innegociable de aquella produce perplejidad la inocencia naíf con la cual Folman trabaja para su nueva animación los materiales de la historia de Ana Frank. Pero, entendida como un producto destinado a un público infantil, comprendo que el tratamiento del horror de los campos nazis y la angustia del acoso relatado en los diarios cedan aquí el protagonismo a la toma de corporeidad de la amiga invisible de Ana Frank. Y que, con ella, Folman nos sirva una denuncia demasiado obvia del actual trato desde Europa a los inmigrantes del sur.
En la competición no perdono el tiempo perdido en la finlandesa Compartment n.º 6, del para mí ignoto Juho Kuosmanen. Me apalea el cuerpo el viaje en tren de su protagonista a Murmansk, al encuentro con los petroglifos. Y me lleva al alucine que pueda ir encontrando afinidad amorosa en el troglodita ruso beodo y machirulo que le toca de compañero acosador de departamento en el vagón.
No se digiere mucho mejor la francesa La Fracture. En ella, Catherine Corsini se mete hasta la cocina de un hospital de urgencias para remezclar elementos de screwball comedy muy histérica -con una Valeria Bruni Tedeschi que cada día se asemeja más a Lina Morgan-, en una sátira política barata sobre el pulso de Macron y los chalecos amarillos. E insensatas incrustaciones de dramón social de uci, chirriantes en medio de semejante guateque.