El cineasta documenta la vida de la banda y la atmósfera de Nueva York
09 jul 2021 . Actualizado a las 09:43 h.Todd Haynes es uno de los grandes cineastas norteamericanos vivos. Un tipo que con 60 años es considerado un clásico en vida gracias a piezas magistrales como Lejos del cielo, Velvet Goldmine o I'm Not Here. Hace seis años sufrió un atraco incalificable precisamente en Cannes, cuando presentó aquí la cenital Carol. Y un jurado de indocumentados del que formaba parte una consciencia hiperlúcida del cine como Rossy de Palma le negó el pan y la sal. Al filme y a Cate Blanchett.
Se ve que Haynes, además de ser un genio, desconoce la palabra resentimiento. Ha vuelto a concursar en el festival y este año se ha presentado fuera de concurso con una de esas obras documentales que habla de música, que concita el recuerdo por la gloriosa The Velvet Underground, un grupo que triunfó después de desaparecido. De sus cenizas egregias —la película comienza con una cita de Baudelaire que dice que la música ha construido los cielos— salieron Lou Reed o John Cale. El que sacó más negocio del grupo fue, cómo no, Andy Warhol, vendedor de humos vestidos de tul.
En su película, Haynes hace cualquier cosa menos ceñirse a las bases del docu ilustrativo, ese que te cuenta todo desde el abc. Es posible que si alguien entra en la sala sin conocimiento de los antecedentes, salga como ha entrado. Que lo estudie en la Wikipedia. Porque las dos horas de The Velvet Underground son una prodigiosa reconstrucción de una ciudad y un imperio, esa New York, cuna contracultural irrepetible. Y sobre esa atmósfera, trabajada de modo increíble por su director de fotografía indispensable, el gran Edward Lachman, Haynes va modelando en pantalla el proceso que reunió a esta banda de individualidades geniales. Lo hace cambiando los formatos, pasando de la pantalla partida al panóptico o al modelo zoom, ahora a la page. Es una inmersión que tiene maravilloso trabajo de archivo. Pero donde priman los hallazgos formales de este esteticista viscontiano que es Haynes, capaz de filmar melos como del Douglas Sirk de los años 50. Pero cuyo interés por la música de la segunda mitad del siglo pasado estaba ya expuesta en I'm Not Here, que era un banquete de culto a las personalidades múltiples de Bob Dylan.
Particularmente, me fascina el afecto con el cual Haynes trata a la mujer e icono llamado Nico. Tiene muchos haters, que la consideran la disruptiva Yoko Ono de The Velvet. A mí siempre me pareció que Nico era majestuosa. Y una voz nunca bien ponderada. Años después de disuelto el grupo, dio un giro a su vida y a su estilo y se presentaba con un instrumento clásico y medio místico, como un arpa, por locales llenos de roqueros duros que esperaban leña. Y que le tiraban de todo al escenario. Larga vida a la memoria de Nico y la de los demás hermosos y malditos de The Velvet Underground. Hasta Lou Reed fue un bellísimo cadáver pese a morir muy pasados los setenta años.
Pedrada del israelí Nadav Lapid al régimen político de su país
En la sección oficial irrumpió un nombre de los de primera fila de la autoría razonada. El israelí Nadav Lapid lleva su meteórica carrera prodigándose en heterodoxas pedradas al régimen político y geoestratégico de su país. Que el autor de Policía en Tel Aviv, The Kindergarten Teacher o Synonymes, con la que ganó en el 2019 el Oso de Oro en Berlín pueda seguir filmando e Israel dice que al menos Netanyahu no puso el listón de las libertades en Israel tan bajo como el de los ayatolás en Irán. Ahed's Knee (La rodilla de Ahed) es otra furiosa obra política que viene a poner patas arriba las actuaciones de sus gobiernos en Palestina. No queda títere con cabeza en este filme que —pese a sus decibelios— es muy sutil en su construcción casi como parábola. Un director de cine —ex militar en la guerra de Líbano— viaja a un pueblo en el desierto donde ha sido invitado a disertar pero sufre el modelo de censura propio del Israel de la Torá y del ex premier Bibi. Su venganza, servida en un escenario natural que es como un proscenio de tragedia griega o de estampa bíblica detona sin violencia física. Es un exabrupto a modo de lección de vida. Un desacato. Una enmienda a la totalidad de Nadav Lapid soberbio a un país, el suyo, en el que anuncia que no quiere vivir.
Un caso real de eutanasia visto por Ozon
Me deja algo frío lo último de Françoise Ozon, Tout S' Est Bien Passè. Ozon, siempre infravalorado, posee una capacidad para el exceso que lo hace adorable en películas henchidas de provocación e insania. De un tiempo a esta parte se ha recatado. Su película sobre religiosos pederastas parecía un documental de La 2. En su obra presentada ahora trata sobre la eutanasia, a partir del caso real del intelectual francés André Bernheim. No se le puede achacar insolvencia. Es aceptable y no manipula sentimientos. Pero es que lo que deseas del cine de Ozon —cuando realmente está sembrado— es que sea muy incorrecto y te zarandee emocionalmente. De su película brilla con luz propia una Sophie Marceau como en una segunda juventud. Y se aprecia ver a André Dussollier, junto a Trintignant, la ultima gran esfinge de la escuela de eminentes actores franceses de la que se borró hace poco Michel Piccoli. Pero no te ilusiona este Ozon que parece que se ha dado de baja como transgresor.