La carrera del músico estadounidense, que falleció el martes por un raro cáncer que se le detectó recientemente, eclosionó tras su paso por la formación de Miles Davis en 1968
13 feb 2021 . Actualizado a las 10:33 h.«Quiero dar las gracias a todos aquellos que a lo largo de mi camino han contribuido a que el fuego de la música siga brillando con fuerza». Así comenzaba el mensaje último que quiso dejar poco antes de morir el pianista estadounidense Chick Corea (nacido Armando Anthony Corea en 1941 en Chelsea, Massachusetts, y fallecido el martes en Tampa Bay, Florida, a los 79 años, por un raro cáncer que se le detectó recientemente). Sus palabras no pueden ser más significativas porque se marcha un artista cuya trayectoria se ha ido construyendo como una celebración del diálogo, desde el jazz, con otros músicos, con otras culturas, con otros estilos, sin límites, sin prejuicio alguno, y con una gran y perenne sonrisa en los labios (jamás le dio por la solemnidad o el elitismo).
Él mismo priorizaba esta filosofía en una de sus respuestas en la charla que mantuvo con el periodista Juan Torreiro en julio del 2003 -con motivo de su visita a Galicia y que publicó La Voz-, en la que decía: «Siempre me he esforzado por mejorar la calidad de la comunicación en la música y en mi vida». En esa entrevista también recordaba cómo su amor por la música y la cultura latinas -admiraba «su pasión y desenfado»- había estado permanentemente presente en su carrera y se afianzó en sus comienzos profesionales (cuando contaba poco más de veinte años) con la orquesta del mítico conguero y percusionista cubano Mongo Santamaría.
Corea tuvo, sin embargo, un momento especialmente crucial en su largo trayecto. Fue su paso por la formación de Miles Davis, en la que entró en 1968. Con el trompetista participó en la grabación de álbumes como Filles de Kilimanjaro, In a Silent Way y Bitches Brew. Y en esos dos años y medio que pasó bajo su tutela coincidió en esa fantástica y poderosa factoría eléctrica con otros tres pianistas fundamentales en la renovación del jazz: Keith Jarrett, Herbie Hancock y Joe Zawinul.
Aquello fue la confirmación definitiva de una propuesta que Corea ya exploró ese mismo 1968 en su disco Now He Sings, Now He Sobs, con dos de sus más fieles compañeros de fatigas, el contrabajista Miroslav Vitous y el baterista Roy Haynes (trío con el que actuó en A Coruña en 1984). El músico de Chelsea entró así en la década de los setenta como un vendaval, convertido en uno de los líderes de la exploración de las vías de la improvisación y la fusión, que tan decisivamente influyeron en el devenir del jazz en la era posterior a John Coltrane.
El piano creció así de la mano de Corea, Jarrett, Hancock y Zawinul en los años setenta, que, por otra parte, seguían la estela dejada por Bill Evans (quien había trabajado también con Davis, en su proverbial sexteto). Pero quizá ninguno de los cuatro evolucionó hacia una apertura mayor tanto como Corea, que lo mismo coqueteaba con el rock, con la música clásica, la improvisación, el flamenco, los ritmos latinos, la bossa nova, el blues y otras músicas de raíz (incluso grabó con el gran maestro del banjo Béla Fleck). Todo era digno de su atención, aseguraba: «A veces incluso lo que se conoce como pop también me interesa», anotaba el pianista no sin cierto humor.
Nunca le temió a llevar el jazz hacia escenarios populares. Y el éxito lo alcanzó en numerosas ocasiones -la formación Return to Forever, que inicialmente, a comienzos de los 70, incorporaba a Stanley Clarke, Joe Farrell, Airto Moreira y Flora Purim, fue un ejemplo-, lo que no impedía trabajos más exigentes o registros en solitario para el exquisito sello de Manfred Eicher ECM.
Acumuló 65 nominaciones a los Grammy, y se impuso en 23, más cuatro en los premios latinos. En este ámbito fue muy importante para él su amor por España, su conocimiento del flamenco y su amistad con el guitarrista Paco de Lucía. Su música -como compositor e intérprete- quedará vinculada a la palabra fiesta.