«Rent-A-Pal», una tragedia de la era Tinder en los tiempos del VHS

José Luis Losa SITGES / E. LA VOZ

CULTURA

Fotograma de «Rent-A-Pal», ópera prima de Jon Stevenson
Fotograma de «Rent-A-Pal», ópera prima de Jon Stevenson

«Teddy», exaltación de la licantropía, la hermana pobre constreñida entre las hordas de zombis y vampiros

14 oct 2020 . Actualizado a las 08:48 h.

Vivimos en este festival una doble y cinematográficamente valiosísima reivindicación de la hondura vintage frente a las modas más epidérmicas y banales. Así, Rent-A-Pal hay que explicarla como un anticipo de la era de las relaciones sentimentales subidas a la ola de blanqueamiento dentífrico de aplicaciones como Tinder. Pero servida en el tiempo en el que una cariada cinta VHS -con todo su significado de anacronismo y derrota- era el cauce condenado al fracaso de los corazones rotos de una Norteamérica de perdedores. Te deja estupefacto que esta sea la ópera prima de Jon Stevenson, por la precisión con la que mide ese retrato de un sociópata que podría llegar a evolucionar como perfil de uno de esos sebosos asesinos en serie enfermos de soledad e hijos de la mamá del Motel Bates. Pero que en Rent-A-Pal derivan hacia un territorio muy poco explorado: el de la relación mesmerizante con la pantalla catódica como alienación del náufrago. Y así se respira esta obra soberbia, esta pieza que se va alimentado desde la compleja y contradictoria ternura del horror. Como si Gancy, aquel clown asesino del American Crime Story, hubiese abrevado sus males en los pantallazos de Videodrome y de Arrebato. Envenenado por la cruda estación termini de un alma gemela cuyo último tren parte del grano de un rayado VHS y del tiempo en el cual una lasaña casera para una primera cita podía salvarte del infierno o hundirte definitivamente en él.

También Teddy, de los hermanos Boukherma, construye su grandeza sobre una elegía que pone su foco en la marginalidad. A qué otra cosa que a la marginalidad puede optar un lobo hombre de los Alpes franceses, necesariamente arrumbado a los márgenes ante los zombis de la gentrificación y los resistentes vampiros. Los Boukherma tienen claro que su antihéroe debe de ser un cruce de Carrie y de los paletos de la Francia profunda de Bruno Dumont. Y este sobrevenido lobisome adolescente, seguidor de la música satánica hardcore -aunque esto le cueste perder a su amor, en pos de la moda rap- eleva en Teddy su reivindicación de outcast, de criatura cuyos ritos de iniciación como trasnochado icono del terror solo pueden renacer en un escenario tan demodé como un bingo de pueblo, algo así como aquella fiesta de los quince de Sissy Spacek y los cubos de sangre a la salud del patito feo de Brian de Palma.

Para completar la jornada de proteico cine de seres a contratiempo, ¿puede haber alguien más desnortado que un astronauta soviético en los 80, cuando solo en el lapso de orbitar los mandos han pasado de los dipsómanos Brezhnev y Chernienko al breve y agónico andropov? ¿Y algo más kitsch que en la nave vuelva con un octavo pasajero en el estómago, si en el momento de la acción real de la correosa y aplaudible Sputnik, en 1983, ya Ridley Scott había filmado a todo lujo para la ficción el vientre abierto a la leyenda del tripulante John Hurt?