Expulsan al director Eugène Green por negarse a usar la mascarilla
25 sep 2020 . Actualizado a las 09:03 h.En las más de dos semanas discurridas con la Mostra de Venecia y, casi consecutivamente, San Sebastián, aprendes a valorar situaciones nunca antes contempladas. El trabajo concienzudo de los staffs de esos certámenes, desde sus directores hasta los acomodadores de las salas, para sacar adelante lo que en agosto llegó a parecer improbable: que los festivales no se viesen abocados al on-line. También aprecias una idea de algo así como solidaridad o simplemente de civismo colectivo: en más de un centenar de proyecciones entre el Lido y San Sebastián estimas el acatamiento de toda esta fauna de la industria y la crítica al baño de alcohol en tus manos antes y después de cada pase. Y a la mascarilla, que es ya una atosigante pero necesaria segunda piel.
De pronto, en una función de noche de miércoles de una película del director Eugène Green, Atarrabi et Mikelats, escuchas follón cuando se apagan las luces. Como la sala es muy pequeña puedes ver que quien monta la bulla es el mismísimo Green, quien no solo se niega a los requerimientos sino que se enfurece y hostiliza a las azafatas que hasta en cinco ocasiones le piden que se ponga la mascarilla. La proyección finaliza y Green sigue en sus trece. Lo has conocido hace ya bastantes años, has seguido su larga trayectoria.
Es un hombre de formas amables y su cine es sutil, intelectualizado. A veces realmente hondo, otras solo fatuo. No entiendes lo que pasa por su cabeza de ensortijado y enloquecido cabello tal vez negacionista para que increpe a esas trabajadoras que están cuidándonos a todos.
Supongo que el director de este festival, el cabal José Luis Rebordinos, habrá visto y vivido de todo en el off the record, pero no se habrá visto nunca en otra así públicamente. Acude a la sala, ya en la medianoche y le retira a Eugène Green la credencial y la invitación del certamen. En ese acto necesario se alimenta el esfuerzo impecable de todo su equipo para que esta 68.ª edición se resuelva felizmente. Por un segundo vuelvo a repensar en algunas de las obras de este energúmeno sobrevenido: la poética que exhalan La Sapienza o La religiosa portuguesa. Qué extraña, la mente humana.
En una edición de restricciones extremas del glamur, la papeleta de los tributos la resuelve a la perfección Viggo Mortensen (que además recibió el premio Donostia 2020). Ha trabajado y conocido a lo más sugestivo del panorama mundial, de David Cronenberg a Brian de Palma. Una lástima que para lanzarse a dirigir haya tomado una opción tan insalvable como la de Falling. Está planteada como una batalla campal entre un señor rural, muy mayor y ultra reaccionario, y sus hijos que no pueden con sus embestidas. Lance Henriksen hace bueno a Paco Martínez Soria. Resulta inaudito cómo el guion ocupa sus dos horas en regodearse sobre sus insultos a su hijo gay -Mortensen- y a sus mujeres y exmujeres, «todas prostitutas».
Llega un momento en que parece que va a salir Arévalo a echarle una mano con los chistes de «mariquitas». Se nota en la banda sonora que a Viggo Mortensen le gusta el cine de Clint Eastwood. Pero la distancia que va de la épica del gruñón y descomunal Gran Torino al torrentismo de este cascarrabias tocapelotas que ahoga por completo Falling define bien el décalage.
Naomi Kawase
El cine de Naomi Kawase me hace temblar desde hace más de una década. Como si quien filmó El bosque del luto se hubiese transfigurado en un acopio de cursilería zen, de esteticismo de reposterías visuales y de las otras. True Mothers no es lo peor que le hemos sufrido. El argumento, que va de adolescentes descarriadas, de vientres de alquiler, de lumpen y de chantajes, podría haber sido buen material para una de Pedro Masó con Ornella Muti. En manos de Kawase pasan 140 minutos de crepúsculos, amaneceres dorados, brilli-brilli y folletín preciosista. Apuesten algo a que va y se lleva la Concha.