El cineasta surcoreano Hong Sang-soo, galardón al mejor director en la 70.ª Berlinale, que entrega el Gran Premio del Jurado al notabilísimo filme estadounidense «Never rarely sometimes always», obra de Eliza Hittman
01 mar 2020 . Actualizado a las 10:47 h.Como tenía toda la pinta, el jurado de la 70.ª Berlinale presidido por Jeremy Irons tomó este sábado una decisión que más que premiar una película se empapa en la idea más peregrina del compromiso con los derechos humanos. El Oso de Oro para There is no evil (cinta que aborda la pena de muerte en Irán desde el punto de vista de los verdugos) está lleno de buenas u oportunistas intenciones. Y de cine defectuoso o directamente malo.
Se había hablado mucho estos días del baldón que arrastra Irons, después de haber quedado de faltón con el Me Too o el matrimonio homosexual. Así que con este premio trata de blanquearse el figurín el actor británico. Y se matan varios pájaros de un tiro: su director, Mohammad Rasoulof, pasó un año en la cárcel y no le dejan salir del país, como a su colega de desventuras Jafar Panahi, el que gana premio gordo siempre que una de sus películas viaja (también sin él, aunque es escurridizo) hacia cualquier festival clase A, hasta el punto de que ya habrá que pensar en ir instituyendo el premio Panahi cuando haya obra suya o de su peña.
El premio Panahi o el Oso de Oro se lo dan a Rasoulof, infinitamente más torpe que su maestro. There is no evil se estructura en cuatro capítulos: el primero, con ese plano final de los ahorcados en fila y la sombra de los fluidos bajo ellos, es notable y espeluznante. A partir de ahí, asoma la narrativa tosca o un inopinado Bella Ciao que indica que a Rasoulof le pone La casa de papel y no la lucha partisana. Y un desenlace cursi como el discurso de quien subió a recoger la regalía. A There is no evil le sobran tres cuartos de sus dos horas y media. Y a Rasoulof le sobra un Oso de Oro, que le ha caído de rebote, por la mala conciencia que tiene Irons de haber rajado de Loles León y otros desatinos.
Ese Oso de Oro lo merecía la norteamericana Never rarely sometimes always, de Eliza Hittman, que se lleva la medalla de plata real, el Gran Premio del Jurado. Hittman trata la violencia que sufre la mujer en una sociedad puritana asfixiante.
El trayecto de su actriz debutante Sidney Flanigan por el abuso, el acoso en un vagón de metro con zona para exhibicionistas o las presiones de la liga antiabortista es cine áureo, porque habla de la opresión desde el fuera de campo. Y comprime su intensidad en una secuencia en la que una lágrima de Flanigan vale todo el peso del Oso de Oro que se llevan a Teherán los biempensantes.
Lo merecía también el elegido mejor director, Hong Sang-soo, que en The woman who ran alcanza nuevas cotas de desafío en su sutilísimo rendimiento de cuentas sobre la inteligencia emocional femenina, en un filme donde los hombres pintan menos que un gato que protagoniza el gran gag del festival.
«DAU Natasha»
El Oso de Oro le hubiese sentado como un guante de seda al puño de hierro de la soberbia película rusa DAU Natasha, de Ilya Khrzhanovsky, obra de una sabia crueldad que habla de una cantina en la Union Soviética posestalinista. Y de sus dos camareras, que remiten al Genet de Las criadas y al Von Trier que extrae de su equipo lo mejor tratándolos como a una secta, algo que parece que también hace este ruso cuya película es -creo- la vencedora moral de esta 70.ª edición.
Porque, desde la nada, logró situar sobre ella el foco -primero por su secuencia de sexo explícito y otra de una tortura en una celda-, pero finalmente por su densidad atmosférica propia del cine mayúsculo. A DAU Natasha le dieron un Oso de Plata a la contribución artística, que se llamó toda la vida premio Alfred Bauer hasta que el otro día alguien vio en un No-Do que Bauer fue el gerifalte del cine nazi. Y borraron a Bauer como a un grafiti incómodo.
Este palmarés agiganta la lista de agravios al no dar ni las gracias a la soberbia Kelly Reichardt del wéstern sobre la sororidad en masculino First cow. Y reconociendo que Abel Ferrara y su Siberia, de una ferocidad que araña la retina y la mente, no son cosa de alfombras rojas ni de premios a la Unicef. Esos para los panahis.
Un muy estimable balance de la nueva Berlinale
El palmarés de la 70.ª Berlinale muestra que no solo hizo sus manejos Jeremy Irons. El actor italiano à la page Luca Marinelli ha colado las dos cintas transalpinas, una fallida y la otra desastrosa. Laurear a Elio Germano como actor, por la deformidad del pintor naíf Antonio Ligabue en el filme Volevo nascondermi, demuestra que los roles de diversidad funcional aún rascan. O sea que el pobre Javier Bardem no andaba desacertado. Solo que Elio Germano, a su lado, es Toulouse-Lautrec.
El mejor guion para Damiano y Fabio D’Innocenzo por Favolacce atenta contra la inteligencia. Porque su argumento de niños romanos a lo Todd Solondz pero en patitos más feos es pileta de despropósitos. Y el Oso de Plata especial de los 70 años de festival para la a ratos ocurrente comedia belga sobre el big data, Effacer l’Historique, suena a un me gusta en Facebook. Está claro que jugar en casa no le va bien al gran Christian Petzold. Le dieron una plata hace ocho años y han vuelto a hacerle una cobra premiando a Paula Beer, que protagoniza su filme Undine.
La esperada renovación tan aguardada en esta Berlinale, con Carlo Chatrian, ha ido llegando. Sobre todo en lo más relevante, la sección oficial que nos dejó -además de los ya dichos- un sindicato de damnificados estimulante: la argentina El prófugo, la brasileña Todos os mortos, la excelencia de Philippe Garrel y el retorno de Tsai Min-liang. Todos se fueron sin masaje ni final feliz.