El nuevo director, Carlo Chatrian, combina el cine autoral de las firmas más exquisitas con la alfombra roja
20 feb 2020 . Actualizado a las 09:01 h.Hace ya varios años -no hablo de uno ni dos, al menos un quinquenio- que la llegada a la Berlinale tenía mucho de marcha fúnebre. A base de salir escaldados, después de una sucesión de ediciones de nivel muy malo o pésimo, la prensa internacional que coincidía en el aeropuerto de Tegel se daba palmaditas de ánimo, apoyo mutuo. Se ofrecían las condolencias por las diez jornadas de desespero que se intuía que nos esperaban a todos. El festival había tocado fondo bajo la batuta de su director, Dieter Kosslick, quien no supo retirarse a tiempo, como De Gaulle e tutti quanti.
El perentorio giro de timón impuesto en este 2020, con el italiano Carlo Chatrian a los mandos -un colega dice siempre de él que es el Jürgen Klopp de los festivales-, se podía percibir ya ayer en el personal que llegaba aquí como a Matadero Cinco, y ahora respira euforia de buena boda ante la pinta ilusionante que ofrece este primer año del cambio, cuando ya se vitorean las mornings glory que a priori promete la selección de autores del culto cinéfilo más exquisito, que Chatrian ha puesto en el menú.
Esta selección suena a inteligente trasvase a Berlín de buena parte de los cineastas que el propio Chatrian cultivó en el festival de Locarno. Solo que allí no gozaban de la caja de resonancia maravillosa que sigue siendo la Berlinale. Así, en este Año I de la era Chatrian, van a pasar por el Palast las obras del coreano Hong Sangsoo, de los norteamericanos Kelly Reichardt, Abel Ferrara o James Benning, del malayo Tsai-Ming-liang, del francés Philippe Garrel, de los alemanes Christian Petzold o Alexander Kluge, el camboyano Rity Panh, el italiano Matteo Garrone, el argentino Matías Piñeyro y los rumanos Cristi Puiu y Radu Jude.
Todo este caudal de talento sin mesura podía pasar un verano por Locarno y no ganarse ni un breve en las hojas de diarios de estío. Pero es muy probable que en Berlín detonen y den lugar a un festival que se erija en verdadera tercera vía del cine más exigente y combativo, frente a la force de frappe de Cannes y al felicísimo helipuerto de Hollywood en que ha devenido el Lido de Venecia.
Y las estrellas
Se intuye también que Chatrian sabe que no solo de exquisiteces y cine jondo puede vivir un certamen con el presupuesto y las cifras de público de la Berlinale. De ahí que algunas de las películas del cartel muy bien podrían leerse como concesiones para que por la alfombra roja del Palast desfilen en estos diez días Johnny Depp, Sigourney Weaver, Elisabeth Moss, Ellen Fanning o Javier Bardem. Y el mismísimo Roberto Begnini redivivo, en el papel de Pinocho.
También ha contado Chatrian para su año de debutante como jefe de todo esto con Lois Patiño, viejo conocido de Locarno, en donde el gallego ganó el premio Cineastas del Futuro con Costa da Morte. Patiño presentará en la sección Fórum Lúa vermella, con la cual da un paso de gigante en su evolución como cineasta y apunta a una Galicia con el Mar como ente fantasmático, en un acercamiento a universos como el de Lovecraft que -de seguro- va a sorprender y resonar en esta Berlinale.
Con este programa que tiene al personal -otrora cabizbajo, abatido- con cuerpo de fiesta y de operación cabaretera, como en el febril Berlín de Weimar, no hacen falta mallas de seguridad en programaciones alternativas. Pero la retrospectiva dedicada al director King Vidor, con copias en celuloide, es un lujo irresistible. Y dentro de ella, podremos comprobar que Kirk Douglas sigue vivo -nos lo dijo un amigo- en La pradera sin ley, que es de 1955 pero que parece de anteayer. Y eso es también este Berlín liberado ya de mortandades pasadas: una pradera de entusiasmos desaforados donde encontré críticos o zíngaros felices.