Giselle y el muro

Yolanda Vázquez

CULTURA

Teatro Real

El English National Ballet trae por primera vez a España una revisión contemporánea del súper clásico Giselle, una de las presentaciones balletísticas más esperadas del año, en una buena versión de Akram Khan, que coloca en el centro los conflictos humanos y sociales para hablar hoy de amor

23 oct 2019 . Actualizado a las 05:00 h.

In media res, como si la obra procediera de algo que ya estábamos viendo, sin apenas darnos cuenta, un montón de manos y cuerpos, llenos de lucha y engrandecidos por una luz tan tenue como tristísima, empujan con garra un impresionante muro de hormigón situado en el proscenio. Así empieza la versión de Giselle que el English National Ballet (ENB), dirigido por Tamara Rojo (Montreal, 1974), presentó en España, en versión del prestigioso y mediático coreógrafo anglo-bangladesí Akram Khan (Wimbledon, 1974), por primera vez en el teatro Real de Madrid, del 10 al 12 octubre pasados, y en cuatro funciones con distintos elencos. Una forma de empezar que coloca de mano al espectador en clave comunitaria y social, en consonancia con la actualidad, desprovista de romanticismo, apresando la idea de unión en lo común para pasar de un estado de resistencia a un estado de esperanza. Es una imagen tan potente y tan práctica a la vez que su estética desborda la elegancia de su propia fortaleza; hace sentir copiosamente la fuerza inmaterial de ese empuje: danza.

Pero abordar el análisis de una obra tan, digamos «intocable» para los balletómanos y tenida por algunos historiadores como exégesis iniciática dentro de la historia de la danza (y en concreto marca de alzada del ballet más canónico, eso tan importante y fundamental que se acuña en los libros bajo el sintagma ballet-blanco) no es algo que se pueda hacer de un plumazo. Pero sobre todo no es conveniente; y digo esto a tenor de lo leído en algunos medios de comunicación. Los críticos debemos, además de hacer crítica, intentar explicar; pero, sobremanera, formar espectadores.

Y es justo decirlo todo: la obra llega a España de la mano de la compañía inglesa y bajo las órdenes de la premio Príncipe de las Artes 1999; y además con todos los reconocimientos habidos y por haber en el Reino Unido. El ENB se caracteriza por ser una compañía que cumple y es solvente, aunque resulta un tanto dispersa y demasiado, digamos, flexible. Tras un soberano impacto mediático y con el buen hacer comercializador de Khan (un aspecto que desde su participación en las Olimpiadas de Londres de 2012 ha sabido honestamente cultivar), la obra tenía una parte del terreno ganado: la difusión de la novedad.

La primera versión de Giselle se estrenó en el teatro de la Opera de París en 1841, con partitura de Adolph Adam, coreografía de J. Coralli y Jules Perrot y libreto de Theophile Gautier, todo ello basado en una novela de Heinrich Heine y un poema de Víctor Hugo. La trama argumental refiere el amor entre Albrecht, un noble, y una campesina (diferencia de clases), pero él, que ya estaba comprometido para casarse con una mujer de su misma alcurnia, la abandona. Giselle muere de dolor y se convierte en un espectro que vaga, entre la vida y la muerte, junto con otras mujeres que padecen el mismo mal que ella, las Willis. En ese inframundo, Giselle vuelve a encontrarse con Albrecht, que quiere pedirle perdón, quedando los dos en paz.

Estos son los elementos temáticos, que giran en torno al amor, la traición, el arrepentimiento y el perdón, detallados en un mundo sobrenatural. La obra, considerada el gran arquetipo del ballet-blanc, está desarrollada en dos actos: el primero tiene lugar en un espacio natural, el campo; y el segundo, en un mundo límite entre la vida y la muerte. A la historia de la danza, esta coreografía también ha pasado como uno de los raseros técnicos de mayor exigencia, de esos que testan a una bailarina de clásico como ningún otro y hacen nacer estrellas si lo excelso comparece. Bastante más que El lago de los cisnes, por poner una comparación. La obra supuso, en su momento, la ruptura definitiva con la artificiosidad y los disimulos con que se ejecutaba el trabajo en puntas hasta entonces.

Giselle ha tenido a lo largo de la historia varias versiones, algunas de ellas verdaderas reinterpretaciones, como la de Mats Eks en 1982. En ella, a través de lo irónico, el coreógrafo sueco monta un juego escénico donde los cambios argumentales marcan realmente una pauta diferente en la dramaturgia de la obra: su Giselle muere de locura, no de amor. Khan no hace eso en absoluto. Él dirige el tiro hacia otro campo; uno donde la reivindicación social cobra cuerpo en el sentido bailado de lo étnico como raza, como lo genuino de lo humano: resistencia y bondad; generosidad en definitiva.

Pero, para desgranar todo esto, se hace necesario decir que no es igual renovar una obra que revisarla; cosas que, teniendo en parte que ver, son en esencia diferentes. Khan hace lo segundo y le sale francamente bien. Pero, insistimos, no es lo mismo renovar un clásico que someterlo a revisión para modernizarlo, porque, aparte de la responsabilidad que conlleva lo segundo, el éxito y la proyección que la obra original ha adquirido a lo largo del tiempo (como ocurre en este caso) siempre juega en contra; nunca a favor. Y eso, queramos o no, el espectador lo tiene en cuenta, aunque sea de manera inconsciente, tanto si conoce la obra como si no. Es el peso de la trascendencia la dificultad a superar. (Y el que revisa debe saberlo.)

Por eso en una revisión es realmente importante conservar la estructura principal, para que uno sea capaz de ver lo nuevo en lo viejo. Y aquí es donde la Giselle de Khan adquiere armadura, pues dispone el acontecer de la trama en un marco físico contemporáneo (una fábrica textil), para favorecer el interés del espectador actual por esa propuesta. Es decir: para entender por qué se cuenta lo mismo, pero parece distinto, y viendo lo mismo, se aprecia lo distinto.

¿Y qué y cómo lo hace Khan? Pues convierte a Giselle en una heroína que habla de esperanza y lleva el tiempo histórico de la obra hacia un marco de problemática social, llenando de emigrantes y obrerismo el nicho romántico. Así que quien revisita el pasado de la danza revisita de algún modo también su propia historia, y por tanto los aspectos sociales que en ella hubo (campesinos y aristócratas versus trabajadores y empresarios).

Este es el punto de partida del coreógrafo, que lo exprime al máximo, sacándole un doble provecho al hecho revisable respecto a la creación original: no inventando nada propone una nueva lectura a través de su característico lenguaje contemporáneo, adornándolo con las bases del Kathak (danza tradicional india) y del contexto en el que inserta la acción. Es decir, nos muestra su carácter distintivo, el porqué de su propuesta.

La dramaturgia, el trabajo de fondo

El otro punto fuerte de la Giselle de Khan es la dramaturgia. Como, por cierto, casi siempre sucede en sus trabajos; no por casualidad Ruth Little es aquí de nuevo la responsable del entramado escénico: engarza la significación narrativa y literaria de lo que se ve, que, después, conjuga tan acertadamente en pasos y fraseos el coreógrafo anglo-bangladesí.   

Esta otra lectura de la obra tiene la significación del canto a la mujer luchadora y trabajadora, al papel que juega la mujer hoy, sin excesos ni etiquetas, atado a la honestidad diáfana del Kathak. Y consigue que el espectador identifique la realidad cotidiana del sentido de su protesta, sin desproveerla de la magia que la caracteriza como personaje preternatural, ese que amuebló el imaginario del aficionado a la danza. Eso sí, la obra de Khan mantiene idéntica estructura que la original: dos actos, los mismos personajes principales, resto de protagonistas y cuerpo de baile (Willis).

El primer acto transcurre en una fábrica de ropa donde trabajadores inmigrantes (parias) organizan la protesta para hacer frente a los abusos de los patronos, que, en represalia, deciden despedirlos. En ese ambiente se conocen y enamoran Giselle y Albrecht. La llegada de los empresarios aborta los intentos de acercamiento de Albrecht, que vuelve con su prometida Bathilde por orden del patrón, su padre. Giselle muere rota de dolor, rodeada de su gente, y los empresarios abandonan a los trabajadores a su suerte. El segundo acto se desarrolla en una factoría en ruinas, el antiguo lugar de trabajo, ahora inframundo, gobernado por la Reina de las Willis, trabajadoras en busca de venganza, al que llega Albrecht para buscar a Giselle en un lugar, aquí umbral, que rompe el ciclo de la violencia, y se entrega al perdón.

El valor de uso de un muro, la estética social

¿Cuántos muros hay en el mundo? ¿Cuántos se levantan cada día? ¿Cómo se construyen? De alguna manera, eso también es hablar de amor, de forma distinta, claro, poniendo el acento en los problemas colectivos, en lo que pasa hoy. En Berlín hubo un muro, en México quiere Trump que haya otro y en Israel también lo hay... Una barrera que podría interpretarse como metáfora de la soledad, del aislamiento, etcétera. Igual que la Giselle de Khan, que se enfrenta sola a las de su propia especie y se defiende ante la ingente presencia de la vastedad del hormigón.

El muro es un protagonista más. Y aunque la idea de una gran estructura móvil, giratoria y oscilante no es nada del otro mundo, aquí adquiere un valor de uso diferente. La unión de los emigrantes frente al empresario, y la sencilla y eficaz separación entre el mundo del primer acto y el del segundo, le confiere polivalencia a una estructura que, viéndose tan mole, ofrece no obstante al público la ligereza que permite pasar de un lado a otro, saltar, subir y bajar, presentar, luchar, e incluso iluminar; o sea, que desde su negritud arroja esperanza. O lo que es lo mismo: el valor que adquiere el muro es el de transferir habitabilidad al aspecto social, a la convivencia.

La falta de trabajo, otro tema que la obra trae al frente, conlleva implícito el cambio de paradigma: el modo de producción cambia y los obreros se virtualizan, desaparecen; un modo de expresar el final de una forma de hacer la vida, de una idea sobre la vida práctica. Eso está presente y ese muro de hormigón lo materializa.

Algunos medios han hablado del inconfundible lenguaje coreográfico de Khan, y eso está bien, pero también se echa de menos que alguien vaya un poco más allá y explique, que no solo se haga alusión a lo bien que se amestan las bases del Kathak y el lenguaje bailado más contemporáneo de su obra, y lo estupendo que le queda el traslado del mundo efímero y suspendido hacia arriba de la Giselle del XIX, arrojado aquí algo más al suelo. Se puede leer más.

El nomenclátor del autor debe verse bajo el léxico de la luz de la etnia, en las manos, muñecas y pies planos y rotos del Kathak para una humanidad que se extingue, y a la que el poder mantiene en permanente fuga, idea constante en toda la coreografía. La rapidez del paso, la sincronía en los saltos, aquí nunca acrobáticos, se vuelven cabalgadas igual que trancos de caballo, bien a la mano izquierda bien a la derecha, según convenga, con el ánimo de hacer volar la imaginación del espectador en plena carrera. Es un disfrute pleno: la frase coreográfica cobra forma para dar vida a una sensación; y hay momentos en que todo eso se empasta perfectamente por grupos de bailarines y fraseos concretos, mientras se dilucida el amor y su componenda, alternándose perfectamente en la tabla. Y cuando ya no se espera ningún elemento distintivo más, nos encontramos de súbito con una oferta al alza de apuntes de free-jazz con sombrero. Y es aquí cuando el espectador se vence y la danza dentro se cuelga. (Amén).

Y se hace todo único, se eviscera de una miscelánea tan auténtica como animal, en gran parte del primer acto. Y el baile dentro de la danza muestra su universalidad: cualquier español podría reconocer, por ejemplo, el paso básico de la muñeira, porque ahí está, contado por alguien que sabe de unas tradiciones bien alejadas de las ibéricas.

En cambio, el estilizado goticismo del muy logrado segundo acto, con su entorno fantasmal, se llena de la morosa opacidad del encuentro para el perdón con la inserción del ballet en puntas y la presencia del ejército de las Willis, mujeres espectro de aspecto un tanto tiránico y endemoniado, que contrastan con la batalla interior que exhibe nuestra Giselle (Erina Takahashi), bailarina de tierna fragilidad pero adornada con el don de la dulzura japonesa, esa que tanto se presta a la evanescencia en el escenario. Está realmente bien su interpretación. Igual que la de su pareja, el bailarín español Aitor Arrieta (Albrecht), que cuaja con pormenor su rol al punto. Estupendos. Los dos pasos a dos que protagonizan, tanto el del primer acto como el del segundo, encierran todo el encanto que cabía esperar y más. Buen traslado corporal de los estados de ánimo. Interiorizar un rol.

Por su parte, Hilarión y Bathilde también muy atinados, del igual modo que el resto del elenco. Se notaba que era la segunda función y que la traca mediática se había quedado en el primero de los elencos, el de Tamara Rojo. Para ver una obra de danza, a veces, eso es incluso mejor: todo por ganar y nada que perder.

Música para el drama humano

La partitura, por momentos un estallido, incurre en la necesidad de la fugacidad, tan presente en la coreografía de Khan, y por extensión en la ira de las Willis. Vincenzo Lamagna, sobre los fragmentos de la partitura original de Adam, impregna la obra de potentes pasajes sónicos con aire metálico y fabril. El toque orientalizante también está presente, mientras en varios momentos las notas se agolpan en franca huida hacia un aire musical más de banda sonora; es entonces cuando nos llega el aura cinematográfica, angulando aún más la puesta en escena. En este sentido, es de destacar la gran labor de orquestación desplegada por el maestro Gavin Sutherland. Más que interesante.

A modo de coda final, Giselle, considerada por muchos historiadores y estudiosos de la danza como la Hamlet del ballet, tiene en la versión de Khan un punto de vista totalmente diferente. Si bien es cierto que el estilo tenebrista y oscuro preside la producción, la apuesta argumental es otra: el verdadero drama se cría en la desigualdad social, el caldo de cultivo que desarrolla sociedades enfermas. Esta Giselle nos viene a decir que hay que seguir preocupándose por los que nos pasa, por lo que le pasa a la gente. Que es lo que realmente importa.

Ficha artística

English National Ballet

Directora artística: Tamara Rojo

Giselle

Coreografía: Akram Khan

Partitura original: Adolphe Adam

Música y diseño de sonido: Vincenzo Lamagna / Orquestación: Gavin Sutherland / Director musical asociado: Orlando Jopling.

Dramaturgia: Ruth Little

Figurinista: Tim Yip

Iluminación: Mark Henderson

Segundo elenco que corresponde a la segunda actuación del English National Ballet (ENB), el día 11 de octubre, en la presentación en el Teatro Real de Madrid de la producción de Giselle de Akram Khan.

Giselle, Erina Takahashi; Albrecht, Aitor Arrieta; Hilarión, Erik Woolhouse; Bathilde, Stina Quagebeur; amigas de Giselle, Francesca Velicu, Adela Ramírez, Anjuli Husdon y Sarah Kundi; Parias, cuerpo de baile; Reina de las Willis, Isabelle Brouwers; Willis, cuerpo de baile.

Ballet en dos actos de una hora y cincuenta y cinco minutos de duración. Estreno absoluto el 27 de septiembre de 2016 en el Palace Theatre de Manchester.