La explosión de la música urbana latina tiene en el colombiando J Balvin una figura imprescindible. Primero desplazó al «Despacito» del número uno. Después, puso a bailar a todo el mundo. Ahora, confirmado para el Primavera Sound, ha provocado un cisma entre los modernos
24 dic 2018 . Actualizado a las 17:39 h.Ocurrió en agosto del 2017. Era el verano triunfal de Luis Fonsi hasta que apareció un tema que iba a obligar a fotocopiar un titular mil y una vez: «La canción que destronó al Despacito». Se trataba de Mi gente. El planteamiento resultaba distante. Frente al trazo pop y sensual de la pieza del puertorriqueño, esta canción apelaba a lo hipnótico, con un loop sobre el que se tensaba y se destensaba el ritmo de reguetón. Tardó poco en incrustarse en la mente (y las caderas) del público. El fraseo adictivo de J Balvin, pasando del castellano al francés, se intercala con el de Willy William. Entre ambos generan una pieza adhesiva. De baile. De elevación. Y, justo después de decir eso de «¡un, dos, tres!», de euforia total. Un temazo.
No empezaba ahí la carrera de J Balvin, abreviatura artística del colombiano José Álvaro Osorio Balvin. Pero fue ahí cuando la mayoría lo conocieron en Europa. Antes existía un artista con discos tan interesantes como La familia (2013) o Energía (2016). Criado en el mundo del rock, donde profesó una gran admiración por Nirvana, pronto se dejó seducir por el rap cuando en un intercambio de estudios visitó Estados Unidos. Se metió en batallas de gallos y desarrolló su gusto por el rapeo improvisado. Todo hasta que en el arranque del nuevo siglo explotó ante su ojos un estilo musical cargado de novedad, vitalismo, controversia y espíritu callejero: el reguetón.
El golpeteo sexual de aquella primera oleada con el Gasolina de Daddy Yankee o el Baila morena de Héctor & Tito abrió la senda por la que iba a caminar J Balvin. Los pasos nos llevan hasta ahora, cuando con su flamante Vibras (2018) ha logrado convertirse en un artista que trasciende totalmente lo latino. Se trata de un icono global que parece marcar un punto y aparte.
Volvamos a los hechos históricos. En el festival Coachella de este año se vivió uno de esos que parecen sintetizar una era. Beyoncé se erigía como la estrella pop más rutilante del planeta con un espectáculo impresionante en la cabecera del cartel. De pronto, empezaron a sonar tambores, como una batucada brasileña. En medio, se hacía sitio el loop adictivo de Mi gente y ahí, en medio del festival de los pijos modernos americanos (mayoritariamente blancos), se estaba dando una escena insólita: una mujer negra brillaba en lo más alto e invitaba a escena a un colombiano reguetonero para la cópula artística definitiva. Cuando Beyoncé se puso a perrear con J Balvin en ese escenario se estaba dibujando uno de los picos del pop contemporáneo.
Solo faltaba que la prensa especializada se deshiciera de esos prejuicios que no existen para el gran público. E igual que ocurrió con Beyoncé, el castillo se empezó a desmoronar a medida que empezó a sonar Vibras. Todo un compendio de círculos sonoros que giran alrededor del deseo, el sexo tórrido, las camas deshechas y el anhelo posterior. Primero fue la influyente Pitchfork, que le dio un 8 sobre 10 en su crítica del álbum. Este mes ocupó la portada de Rockdelux en España. Y hace un par de semanas ha sido anunciado como cabeza de cartel del Primavera Sound, festival de referencia del público hipster e indie, compartiendo protagonismo con Rosalía, quien por cierto canta con él Brillo.
La polémica colea. El pasado pesa lo suyo. Pocos géneros han cosechado mayor desprecio que el reguetón entre los círculos musicales supuestamente entendidos. Pero igual que ocurrió en su día con la música disco, este estilo y los coletazos urbanos asociados a él han calado y permanecido, obligando a muchos a tomárselo en serio. Es el pueblo lego quien, vibrando, enseña a la intelligentsia el camino. Ocurre, sí. Ahora todos a disfrutar. Sin rencores.