Confiesa que su imaginario popular se construyó siendo un muchacho, a la par que la televisión, y que esta experiencia emocional ha condicionado su forma de narrar y de concebir el cine
18 abr 2018 . Actualizado a las 08:04 h.Francis Ford Coppola (Detroit, 1939) es un genio del cine, aunque él dice que solo es un aprendiz, «el eterno estudiante», le gusta añadir. Se entusiasma como un niño con cada nuevo proyecto y siente una fascinación propia de un principiante, incluso cuando la producción es terriblemente modesta, casi amateur. Cuando hay quien habla desde hace décadas de la muerte del cine, él solo ve las nuevas posibilidades técnicas, los nuevos lenguajes; en fin, lo considera un arma cargada de futuro. Eso sí, este no pasaría por el 3D o el CGI (efectos especiales por ordenador), como mantienen muchos, sino por un regreso al fundamento en origen de la televisión, la filmación en directo, «un santo Grial -ha relatado en ocasiones- que persigue desde hace algún tiempo» y que le permitirá el control total del producto.
Expone a conciencia sus fundamentos en su último libro, El cine en vivo y sus técnicas (Reservoir Books), donde establece algunas diferencias clave entre televisión y cine -en la primera la unidad básica es «el evento»; en el segundo, «la toma»-, cuyo gran límite, anota, es la iluminación, desde el carácter absolutamente plano de la luz catódica, al verdadero arte cinematográfico del matiz. La compleja intersección que busca Coppola estaría en tratar el rodaje de una película como la retransmisión en directo de un gran evento deportivo. La cuadratura del círculo.
El libro reflexiona sobre los importantes problemas (y también algunas ventajas) que plantea esta técnica -que a él no solo no lo desaniman sino que lo estimulan- y que afloraron en dos talleres universitarios que impartió en Oklahoma (2015) y Los Ángeles (2016). Y lo cierto es que las reflexiones de Coppola, trufadas de sabiduría e inteligencia, recuerdos y anécdotas, son un verdadero gozo para el lector.