Gonzalo Wilhelmi, autor de «Romper el consenso: la izquierda radical en la Transición española (1975-1982)», imparte una charla en Oviedo
17 mar 2017 . Actualizado a las 05:00 h.El año pasado, Gonzalo Wilhelmi, doctor en historia contemporánea e investigador interesado en el anarquismo madrileño y las víctimas de la violencia política durante la Transición, publicó en Siglo XXI un libro titulado Romper el consenso: la izquierda radical en la Transición española (1975-1982). En él pasa revista a la trayectoria histórica de toda una miríada de partidos y organizaciones que, ubicadas ideológicamente a la izquierda del Partido Comunista de España y adscritas a diversas obediencias internacionales, desde la maoísta hasta la trotskista pasando por la albanesa, tuvieron el objetivo común de una transición democrática que no resultara del acuerdo con los sectores aperturistas del franquismo, sino que plantease una ruptura radical con la dictadura. Wilhelmi se encuentra en Asturias para presentar la obra en Gijón (Casa del Pueblo, 17 de marzo, 19:30) y Oviedo (El Manglar, 18 de marzo, 19:30) y ha accedido gustoso a resumir en esta entrevista lo fundamental de la misma.
-Romper el consenso aborda de manera conjunta el estudio de varios partidos y organizaciones muy diferentes entre sí: desde maoístas hasta trotskistas pasando por hoxhaístas o anarquistas, con atención también a las organizaciones feministas, antimilitaristas o defensoras de los derechos de los homosexuales. ¿Qué tenían todos ellos en común?
-Que buscaron la ruptura democrática entendida no como un proceso necesariamente violento, sino como uno que supusiera fundamentalmente la depuración del aparato de Estado de la dictadura fascista y un gobierno democrático que garantizara que hubiera libertad y se reconocieran determinados derechos hasta que se celebraran las primeras elecciones democráticas desde la Segunda República. Es decir, que no pasara lo que pasó: un proceso dirigido por los reformistas del franquismo y orientado lógicamente hacia sus intereses. Otro elemento común más allá de las ideologías particulares fue el interés por profundizar la democracia combinando la representativa con la participativa y por reducir las desigualdades sociales y la pobreza y, en la mayor parte de los casos, por acabar con la discriminación de la mujer; con el dominio de los hombres sobre las mujeres.
-Frente a lo habitual en otros estudios, su libro presta atención no sólo a lo sucedido en las grandes capitales del país, sino también a lo acontecido en las periferias. De Las Palmas de Gran Canaria, por ejemplo, cuenta cómo las primeras elecciones municipales encumbraron a la alcaldía al cabeza de lista de uno de aquellos partidos, pero un año después el PSOE, que lo había apoyado, se desdijo y pactó con la derecha para expulsarlo.
-Canarias es importante por eso y porque, pese a que se suele decir que la izquierda radical nunca llegó a obtener ningún parlamentario, sí que obtuvo uno en 1979 y fue canario: Fernando Sagaseta, de la Unión del Pueblo Canario. Además, como tú dices, Las Palmas fue la única capital de provincia donde la izquierda radical consiguió gobernar. Lo hizo con el apoyo del PSOE, porque no tenía mayoría suficiente para hacerlo sola, pero lo hizo, y eso demuestra, por cierto, que en la Transición no se hizo lo único que se podía hacer, como se viene repitiendo. Había alternativas a lo que decía el PCE de que si no se pactaba con los reformistas del franquismo iba a haber un golpe de Estado; de que había que contenerse. La UPC demostró en Las Palmas que se podían hacer políticas públicas más ambiciosas, como la democratización de la policía municipal, la municipalización de la empresa de transportes o mejoras muy importantes en los barrios obreros.
-¿Por qué el PSOE primero apoyó al candidato de la UPC y luego pactó con la derecha?
-Porque ya caminaba hacia la política de corte neoliberal que llevaría a cabo cuando ascendiera al gobierno de España en octubre de 1982 y porque el apoyo a políticas que favorecieran la reducción de las desigualdades en Canarias tenía un coste político, porque le enajenaba el apoyo de sus votantes más conservadores. Al PSOE no le compensaba aguantar esas presiones cuando ni siquiera lideraba el gobierno. Por otra parte, lo que a mí me dijeron los socialistas que participaron en aquel pacto fue que estaban satisfechos con el gobierno de la UPC, pero que les impusieron el acuerdo con la derecha desde Madrid.
-Muchos de los militantes de aquellos partidos de la izquierda radical acabaron precisamente en el PSOE. Fue el caso, por ejemplo, de José Sanroma, el camarada Intxausti que durante años fue el Gran Timonel de la Organización Revolucionaria de los Trabajadores y hoy cobra cincuenta mil euros al año en el Consejo Consultivo de Castilla-La Mancha. ¿Cómo se explica usted esas evoluciones que no tuvieron el decoro de efectuar un paso intermedio por el PCE, sino que saltaron de golpe de la radicalidad más extrema al socioliberalismo más moderado?
-Eso se ha magnificado. Una parte de los militantes de la izquierda radical acabó en el PSOE, sí, pero otra parte acabó en la izquierda independentista vasca o gallega, otra abandonó la militancia política pero mantuvo la sindical, muchas veces en corrientes radicales dentro de Comisiones Obreras o UGT, y otra abandonó toda militancia pero se mantuvo y se sigue manteniendo en las mismas coordenadas ideológicas.
-Otro de los rasgos comunes que compartían todos aquellos partidos y organizaciones era un sentimiento de fuerte antipatía hacia el Partido Comunista de España y su papel en la Transición, que muchos antiguos militantes de la izquierda radical siguen manteniendo hoy. Términos duros como traición no son inhabituales en esos análisis.
-No, pero lo de la traición no se sostiene. Esos antiguos militantes de la izquierda radical que efectivamente afean el papel del PCE echan al PCE la culpa de sus propias incapacidades. El PCE optó por una de las distintas opciones posibles: consideró que su prioridad era conseguir la legalización cuanto antes para poder competir con la mayor igualdad posible con un PSOE que, pese a que había sido una fuerza prácticamente ausente de la movilización popular, estaba creciendo vertiginosamente gracias a un amplio apoyo internacional y a que conectó muy bien con amplios sectores sociales. Pero al hacer eso el PCE no traicionó a nadie. ¿Cambió su política y su discurso? Pues sí, pero igual que lo cambió la izquierda radical, y nadie dice que la izquierda radical cometiera una traición. Por otro lado, en la relación entre la izquierda radical y el PCE se daba una situación curiosa y contradictoria: en el ámbito estatal efectivamente había un fuerte enfrentamiento en torno a cuestiones como la Constitución de 1978, la amnistía o los Pactos de La Moncloa, pero en el ámbito local, en los barrios, en los centros de trabajo, etcétera, la nota dominante era la cooperación entre los militantes del PCE y los de la izquierda radical.
-¿Qué quedó de la experiencia de la izquierda radical española durante la Transición? ¿Qué debe España a aquellos partidos que, exceptuando a Sagaseta, no obtuvieron representación parlamentaria?
-Le debe una transición democrática más ambiciosa que la que inicialmente habían proyectado los reformistas del franquismo. El gobierno de Arias Navarro quería una cierta apertura, pero no una democracia parlamentaria, y eso fue lo que acabó con él. Al gobierno de Arias Navarro lo tiró abajo la movilización popular, sobre todo la obrera, a costa de mucha violencia callejera y de muchos muertos. Y esa movilización, España se la debe al Partido Comunista de España y a la izquierda radical, que fueron sus impulsores fundamentales, aunque luego el papel de la izquierda radical no se haya reconocido tanto como el del PCE. Por otro lado, pasando al ámbito sectorial, muchos de los avances sociales de entonces tuvieron el sello de la izquierda radical. Cuando se dice que la Transición no cambió nada se dice una mentira; algo que no aguanta un mínimo análisis. Hubo un montón de transformaciones sectoriales: de las condiciones de trabajo, de la igualdad entre hombres y mujeres, de la integración de los minusválidos, de la erradicación del chabolismo, etcétera, y en todos esos movimientos sociales estaba muy presente la izquierda radical. Erradicar el chabolismo (que no se consiguió entonces, sino más tarde, pero que comenzó a hacerse en aquellos años) y otras conquistas del movimiento ciudadano no fueron una exigencia de la Unión Europea, ni una iniciativa de los reformistas del franquismo ni de ninguna persona concreta, sino algo que se consiguió a través de la movilización, con los hombres y mujeres de la izquierda radical en primera línea. Lo que pasa es que la alternativa rupturista que aquellos grupos representaban fue derrotada, y ya se sabe que la historia nunca la escriben los perdedores.
-Aquellas organizaciones también tenían, con la hornosa excepción de los trotskistas de la Liga Comunista Revolucionaria, el reverso tenebroso de una organización interna fuertemente jerárquica y antidemocrática que en ocasiones incluso remedaba en las personas de sus secretarios generales los cultos a la personalidad de los dictadores de los que se declaraban admiradores, como Mao Tse-Tung o Enver Hoxha.
-Sobre esto hay que empezar por decir una cosa: la ideología a la que cada partido decía adscribirse era poco influyente en su práctica diaria. Yo, en mis entrevistas a antiguos militantes de la izquierda radical, siempre les preguntaba por qué eran maoístas, o hoxhaístas, o trotskistas; qué significaban para ellos esas etiquetas y qué diferencia había para ellos entre adscribirse a la obediencia rumana y adscribirse a la albanesa o a la china, y casi siempre me topaba con respuestas dubitativas. Al final, la práctica cotidiana era muy parecida en todos los partidos y esas etiquetas respondían simplemente al interés de las direcciones por diferenciarse del partido de al lado. Lo que en efecto era común, como tú dices, y salvo la LCR, que tuvo un interés especial y sincero en combinar la acción unitaria con la democracia interna, era la ausencia de democracia interna. En algunos partidos era poca y en otros no existía. Cuestionar a la dirección suponía la expulsión inmediata y hubo casos en los que la dirección no se puso ni colorada a la hora de expulsar a organizaciones provinciales enteras. A veces se dice que eso eran exigencias de la clandestinidad, pero no es verdad. Cuando la clandestinidad se acabó con la legalización de estas organizaciones a partir del verano de 1977, se siguió funcionando igual pese a que los militantes de base querían y a veces exigían esa democratización interna.
-Como suele suceder, la dirección caminaba por un sitio y la militancia por otro.
-Sí. Cuando entrevistas a militantes, otra cosa que te suelen contar es que las relaciones de base eran muy estrechas y solidarias; que se compartían unos valores de entrega, sacrificio y compañerismo que todos recuerdan con cariño y con nostalgia; pero que las exigencias de sacrificio por parte de la dirección solían ser excesivas y muchas veces impedían a los militantes tener una vida personal más allá de la política. La militancia era mucho veces una trituradora de personas. En algunas organizaciones se llegaba a exigir a determinados militantes que se cambiaran de provincia o de empleo para extender la organización a alguna fábrica a la que hiciera falta. Y el dinero también era un problema: las direcciones, no es que fueran corruptas, pero no gestionaban bien la parte económica. Para competir con organizaciones mucho más grandes, como eran el PCE y el PSOE, se obstinaban en sacar fondos de donde no los había y muchas veces de exigir aportaciones a los militantes, algunos de los cuales llegaron a hipotecar sus casas para financiar campañas electorales. Aquello no podía salir bien, y lo que te dicen algunos a veces es que si se hubieran sacado dos diputados esa deuda se hubiera subsanado, pero no es así. Cuando uno ve los informes de finanzas se encuentra con un nivel de gasto que era insostenible con diputados o sin ellos.
-Las cuentas eran absolutamente opacas.
-En efecto. Los militantes no conocían las cuentas de la organización ni muchas de las decisiones que la propia organización tomaba. A mí, de hecho, me pasó una cosa curiosa cuando escribía el libro: muchas personas a las que entrevisté me dijeron que este estudio les vendría muy bien, porque así se enterarían de muchas cosas que no conocían. Conocían su frente de actividad, su lucha, su zona, pero más allá de eso la información, en general, brillaba por su ausencia. Y como digo, no era por la clandestinidad, porque en clandestinidad la LCR fue capaz de tener un funcionamiento más democrático y transparente.
-Permitía la existencia de corrientes y tendencias organizadas, algo que motivaba chistes en el resto de la izquierda.
-Sí, guardaba actas de todas las reuniones, incluidas las de la dirección, en las que especificaba quién había votado qué y las distribuía en boletines a todos los militantes: una transparencia que para los años setenta era asombrosa y que incluso ahora ya la quisiéramos. Lo malo de la LCR, igual que del Movimiento Comunista, era que no tenía un proyecto de país ni una estrategia definida de toma del poder. La LCR y el MC eran más bien dinamizadores de luchas sociales e impulsores de ideas. Quienes sí tuvieron un proyecto de país fueron la ORT y el PT, que planteaban que tenía que haber una alianza entre la clase trabajadora, la clase media y los pequeños empresarios que dirigiera la clase trabajadora, pero que no fuera sólo de la clase trabajadora, y un conjunto de medidas muy razonables y muy factibles que se podrían haber llevado a la práctica perfectamente. En la Transición, insisto, no se hizo lo único que se podía hacer, sino que se siguió el camino que suscitó más apoyos. En frente había otras alternativas que eran perfectamente posibles.
-En el libro recoge el curioso sentir de una parte de la antigua militancia de aquellos partidos: «Menos mal que no ganamos». ¿Es la sensación más habitual en aquellos hombres y mujeres?
-No. Es la habitual entre los que se han moderado más y siguen formando parte de la izquierda pero en sus opciones más moderadas, y está en el libro porque es una parte de la realidad. Pero no representa a todos. Hay muchos antiguos militantes de aquellas organizaciones que, ya sea en el ámbito sindical o en el político o en otras luchas, siguen defendiendo las mismas cosas que defendían entonces. Y los que dicen «menos mal que no ganamos», yo creo que piensan en Albania, en la Rumanía de Ceausescu, en China, etcétera, pero es lo que comentaba antes: en realidad, esas etiquetas no eran más que una retórica discursiva sin mucho que ver con la realidad. En la práctica, ninguna organización luchó por que en España hubiera un régimen parecido al de esos países, sino, primero, por una democracia liberal, y después por una lo más avanzada posible y con las menores desigualdades.
-¿Qué enseñanzas encierra a su juicio, para bien y para mal, la experiencia histórica de aquellas organizaciones para la izquierda de hoy?
-La primera y fundamental, que siempre hay alternativa; que no es verdad que sólo hay un camino posible a seguir. Por otro lado, la importancia de las reformas. Estos partidos rechazaban negociarlas y acordarlas con los reformistas de la dictadura, aunque en la práctica las aceptaran, pero las reformas son importantísimas. Por otro lado, la importancia del trabajo como fuente de riqueza y de la clase trabajadora como motor no único, pero sí fundamental del cambio. Por otro lado, la importancia de la lucha feminista, que en muchas ocasiones la llevaron a cabo las mujeres de entonces en contra de sus propias direcciones. Por otro lado, la idea de que el ámbito del cambio tiene que ser toda España. Y por otro lado, la importancia de profundizar en la democracia, tanto la representativa como la participativa, pero también de llevarla al interior de las empresas, una preocupación que fue constante en el movimiento obrero de entonces y fundamentalmete en la izquierda radical.
-¿Cómo ve el panorama político español actual y particularmente todo lo que se ha generado en torno a Podemos y a lo que representa?
-Veo que por primera vez en mucho tiempo hay alternativa a las políticas neoliberales, a la desindustrialización, a las políticas contrarias a la clase trabajadora en general; que por primera vez hay una posibilidad real de combinar la reivindicación de más democracia con la mejora de las condiciones de vida de la mayoría de la población. Y lo veo con esperanza. También me gusta algo que también intentó una parte de la izquierda radical de la Transición: disputarle a la derecha la nación española. España es un país de países, una nación de naciones, y tiene que haber derecho de autodeterminación para Galicia, Cataluña y el País Vasco, y es legítimo defender la nación gallega, la catalana o la vasca, pero igual de legítimo es defender la nación española siempre que consista en una democracia basada en la voluntad de los ciudadanos de pertenecer a ella.
-¿Ve reproducidos en Podemos alguno de los vicios y problemas que tuvieron aquellos partidos y que comentábamos antes?
-Quizás, pero son los problemas normales de cualquier organización que supera cierto umbral de tamaño. No hay otra. La única forma de evitar esos problemas es siendo pequeño, pero siendo pequeño se consigue menos.