Ninguneado en su día, «The Velvet Undergound & Nico» se ve hoy como una obra maestra indiscutible. Para parte de la crítica se trata del mejor álbum de la historia.
10 mar 2017 . Actualizado a las 17:22 h.Se grabó en 1966, pero no salió a la venta hasta 1967. Concretamente, el 12 de marzo. Ese día se podía decir que se abrió una profunda brecha en la historia del rock. Sin embargo, en tiempo real resulto imperceptible. La primera semana se situó en el 103 de la lista de ventas. Luego, desapareció. Los periodistas glosaban la revolución socio-musical que estaban protagonizando Bob Dylan, The Beatles y los Rolling Stones, llevando el rock a una nueva dimensión. Ignoraban que un escalón más abajo se estaba produciendo otra igual de importante y mucho más radical.
La protagonizaba The Velvet Underground, la banda neoyorquina liderada por Lou Reed y John Cale, con dos lugartenientes a la guitarra y batería respectivamente: Sterling Morrison y Moe Tucker. Los sustentaba Andy Warhol, quien impuso sumar a la aventura a la cantante alemana Nico. La fauna que circundaba al mago del pop-art los escuchaba, entremezclando la experiencia sonora, la vida social y el postureo. Poco más. Sirva un dato. En Awopbopaloobop Alopbamboom de Nick Cohn, el primer ensayo sobre el rock de la historia, son ninguneados. Solo aparecen una vez citados y ¡como una banda de acid-rock! Es decir, irrelevancia total.
Quizá todo era demasiado extremo para un 1967 que se enfrentaba a esa ruptura hippie de cambiar el mundo con flores en el pelo, pero ninguneaba el realismo callejero de la Velvet. Mientras unos escandalizaban a la sociedad con el amor libre, la experiencia psicodélica del LSD y los mundos orientales, la Velvet musicaba al margen de todo el erotismo del látigo en la espalda, se recreaba en los chutes de heroína y apelaba sin rodeos al lado más sombrío de la ciudad. Transmitían peligro real. Angustia. Caos. Liberación ruidosa. Placer nada culpable. Y una extraña dulzura, falsamente tranquilizadora al final.
«Tengo una sensación que no quiero reconocer», canta Lou Reed al arrancar el con Sunday Morning. Oda de los autoexcluidos despiertos un domingo por la mañana, describiéndolo con legañosa belleza. Le sigue el rhythm & blues pervertido de I’m Wainting For The Man, o las penurias de un yonki en el Harlem en busca de su dosis. La heroína preside también Heroin (en forma de inyección en vena) y Run, Run, Run (a modo de mono del adicto). Son piezas crudas y escabrosas. Tanto como Venus In Furs: entrega al sexo extremo, con cuero, dominatrix y viola de fondo. Si las sumamos a las desquiciantes Black Angel’s Death Song y European Son, se obtiene el retrato sonoro más incisivo del momento.
Nadie había llegado tan lejos. The Beatles, a su lado, suponían un juego de niños. Frente a tanto desenfreno, el disco incluye también piezas calmas, pero nada tranquilizadoras. I’ll Be Your Mirror es una balada de plomo (esa voz germánica de Nico) y caramelo (esa guitarra tintineante). There She Goes, lo más cercano a un single, con un mensaje («Es mejor que la pegues») que hoy los pondría en el disparadero. Y queda All Tomorrow’s Parties, la canción sobre esa hoguera de vanidades del mundo de Warhol. Escucharlas otra vez, hoy que brillan como punto de referencia imprescindible, supone reencontrarse con uno de esos momentos en los que el rock se lleno de contenido la palabra grandeza.