La muerte de Leonard Cohen ha puesto sobre la mesa no solo una obra asombrosa, sino un influjo que planeó entre algunas de las propuestas más destacadas de las últimas tres décadas.
20 nov 2016 . Actualizado a las 10:09 h.Hubo un tiempo en el que un disco tributo resultaba inusual. Significaba algo muy importante. En el caso de I’m Your Fan (1991), el abrazo de Leonard Cohen a la generación de los noventa. En plena explosión de rock alternativo, con la electrónica mirando al futuro y el hip-hop imponiéndose con rabia, su música corría el riesgo de quedarse como algo del pasado. La revista francesa Les Inrockuptibles reunió a una pléyade de músicos rindiendo pleitesía al autor de Suzanne. Algunos de los grupos que más tenían que decir entonces (REM, Pixies, House of Love, Nick Cave and The Bad Seeds, James, Lloyd Cole...) hicieron su particular genuflexión ante Cohen. Lo actualizaron. Lo pusieron en un nuevo escaparate. Y provocaron que muchos jóvenes entrasen en el mundo de un autor que podía parecer poco atractivo en medio del excitante carnaval del cambio de década.
De una u otra manera, Cohen los había tocado a todos con su música. Aquella supuso la primera gran fotografía del canadiense como punto de encuentro referencial. Cinco años después sería otro disco, Tower Of Song (1995), el que refrendaría la sensación. En otro nivel, mucho más mainstream y seguramente menos interesante, incluía la lectura que de Suzanne tenía que hacer Peter Gabriel, la versión que de Hallelujah se marcaba Bono de U2 o cómo Elton John se metía entre los pentagramas de I’m Your Man. Todo ello junto a Sting, Tori Amos, Billy Joel o Suzanne Vega.
Entre uno y otro recopilatorio ocurrió algo milagroso. Jeff Buckley se acercó a Hallelujah, la canción que Cohen incluyó en Various Positions (1984). La llevó a una nueva dimensión. Entonces, Buckley se veía como la gran esperanza blanca del rock americano. Aquella revisión extraordinaria despuntaba en Grace (1994), uno de los álbumes clave de la década. No solo se generaba una reverencia general hacia Leonard Cohen en los noventa. Además, la antorcha la portaban algunos de los artistas más trascendentes de su momento. Buckley, que fallecería en 1997 dejando un vacío enorme, desde luego encajaba en esa categoría.
Cobain era su fan
También Kurt Cobain, otro mártir del rock, se acordó de Leonard Cohen. Concretamente, en Pennyroyal Tea, uno de los temas del último disco de Nirvana, In Utero (1993). Sus versos dibujaban la silueta del suicidio que llevaría a cabo en 1994. «Denme el más allá de Leonard Cohen / así podré respirar eternamente», cantaba desesperado por una enfermedad que le atenazaba el estómago, la adicción a las drogas y la depresión que lo envolvía todo. Cobain dijo posteriormente que, en cierto modo, usó la música de Cohen como terapia para calmar su dolor espiritual.
Años después, el canadiense reconocía no haber escuchado a Nirvana, ni saber nada de la existencia de esas referencias en las letras de su cantante. «Lamento no haber podido hablar con este joven (dijo). He visto a mucha gente en el Centro Zen que ha pasado por las drogas y encontrado una manera de salir. Siempre hay alternativas, y quizás pude haber hecho algo por él».
Mientras todo esto ocurría, el artista vivía apartado del mundanal ruido y el vértigo de la rueda del mundo musical. A finales de los ochenta se había reinventado con un exitoso I’m Your Man (1988). Ponía de actualidad su discurso con un toque electrónico. Por momentos, lo acercaba a la pista de baile (sí, pese a las mofas que despertaron las palabras del ministro Íñigo Méndez de Vigo, se bailó a Cohen junto a Pet Shop Boys o Depeche Mode). Ese punto sintético también aparece intermitentemente en The Future (1992), un álbum que en su momento se interpretó como el último de su trayectoria. Exhausto tras la gira y con problemas con la bebida decide retirarse a un monasterio.
Queda claro que a Cohen le importaban poco todas esas flores que en forma de discos tributo, versiones o citas le llegaban. Siempre había ejercido de outsider, de poeta metido a músico sin llegar a ser como los demás. Pero ahora se había radicalizado. Mientras se sucedía el homenaje permanente, él se preparaba para ser monje budista. Logró ordenarse como tal en 1996. En paralelo, su sombra se iba proyectando en muchos de los grupos del rock independiente americano y británico. No hay que dar muchas vueltas para encontrar su rastro de quietud en la música de American Music Club y Mark Eitzel. Tampoco para reconocer el tono ronco y las pretensiones hipnóticas con las que nació Suzanne en los Tindersticks. Y, por supuesto, su eco se advierte desde el primer momento en esos Lambchop que lo tuvieron como faro para reinventar el country.
La influencia en los noventa se extiende al folk alternativo. Su herencia, junto a la de Nick Drake, se encuentra en una buena parte de las ecuaciones de los artistas indie que empuñaron una guitarra acústica en esa época. Los dos más icónicos, Bill Callahan y Will Oldham, no hicieron mucho por ocultarlo. Tampoco se negaron a interpretar sus piezas. Y entre los discos que en los noventa editaron Red House Painters, Codeine, Cat Power, Mojave 3, Tarnation, Arab Strap y muchos otros se encuentra, con total nitidez, el caminito de migas de pan que lleva hasta el maestro.
Lo resucitan
La pasión por Cohen continuó durante la década pasada. Alcanzó otro cénit con la película-documental Leonard Cohen I’m Your Man de Lian Lunson. Con el concierto-homenaje celebrado en Sídney en el 2005 como eje, artistas como Nick Cave (que ya lo había versionado en 1984), Jarvis Cocker, Beth Orton o los hermanos Rufus y Martha Wainwright volvieron a atacar su catálogo de canciones, reconociéndose como discípulos suyos. Entre todos los invitados destaca uno por su brillo especial: Bono quien con U2 canta junto al propio Cohen Tower Of Song.
En ese momento llegó lo que todo el mundo sabe: el pleito con su examante y mánager Kelley Lynch. Lo había dejado arruinado, mientras su figura como artista influyente se hacía gigante y la generación de los festivales revisaba su vieja discografía. Se formó la tormenta perfecta. Cohen volvió a los escenarios por dinero y todos sus seguidores pudieron disfrutar de una etapa final plagada de grandes conciertos y tres álbumes notables. Cuando en el 2008 se vio en las tablas del Festival de Glastonbury o Benicasim tuvo que frotarse los ojos. Veía a miles de chicos de entre 20 y 30 años adorándolo como parte de su universo musical particular.
Se creó entonces la sensación de mito viviente, de «artista que hay que ver al menos una vez en la vida» y de referencia inexcusable. En el año 2012 la revista Mojo reunió a muchos de sus pupilos para recrear Songs Of Leonard Cohen una a una. Entre ellos, los anteriormente citados Will Oldham (aquí como Palace Songs) y Bill Callahan. También The Low Anthem Liz Green, Field Music o Cass McCombs. Ya en el 2008 la misma revista le había dedicado otro recopilatorio con algunas de las versiones grabadas en años anteriores.
En los últimos años nada de eso decayó. Tom Jones recicló Tower Of Song como tema estrella de su Spirit in the Room (2012). Lana del Rey expresó la gratitud hacia su ídolo en el 2013 interpretando la célebre Chelsea Hotel #2. Se trata de la misma pieza que escogió Frank Turner para llevar al directo el año pasado. Y, por supuesto, no debe quedar en el olvido su gran valedor, Rufus Wainwright, posiblemente el más encendido defensor del legado de Cohen con diferentes lecturas de sus temas. Su conexión llega a lo familiar. Es el padre biológico de Viva, la nieta del artista. Icono gay y casado con el alemán Jörn Weisbrodt, Rufus siempre estuvo apegado a los Cohen, siendo amigo desde la infancia de Lorca, hija del artista. Gracias a la inseminación artificial, propició que ella tuviera a la niña.
Ecos en España
La enorme descendencia artística coheniana no pertenece en exclusiva al mundo anglosajón. La conexión con España resulta apabullante. Además de la importancia que tuvo en su día para cantautores como Víctor Manuel o Luis Eduardo Aute, su figura explotó especialmente en los noventa.
Sobresale ahí la epopeya sonora de Omega (1996) firmada por Lagartija Nick y Enrique Morente. Una vez más, la obra de Leonard Cohen cae en las manos de los músicos más importantes de su momento. Aquí, en la colisión perfecta entre una banda de rock alternativo y el cantaor prodigioso. Creando un magma sonoro único, tendiendo un puente entre Federico García Lorca y Leonard Cohen. Supone uno de los álbumes más revolucionarios del rock español. También una genial aproximación a la música de Cohen.
Antes de ello, también desde posiciones alternativas, Surfin’ Bichos ya se había atrevido a castellanizar Hallelujah titulándola Aleluya. Después, cantantes tan populares como Ana Belén. Kiko Veneno o Joaquín Sabina grabaron piezas suyas (Pequeño Vals Vienés, Pájaro en el cable y Pie de guerra, respectivamente). En caso de Sabina resulta curioso: en la edición española del disco Old Ideas (2012) se incluyó la traducción libre que este hizo de sus canciones como insólito reclamo comercial.
El empuje de Omega llegó dos décadas después a Raül Fernández y SIlvia Pérez Cruz, que volvieron a revisar Pequeño vals vienés en Granada (2014). Otro fan que no puede faltar es Bunbury, que llegó a hacer Who By Fire y, con Guisante, Impermeable Azul (Famous Blue Raincoat), el mismo tema del que se apropiaría Christina Rosenvinge. Nacho Vegas, por su parte, haría La canción del extranjero (The Stranger Song).
El listado de tributadores nacionales resulta infinito. Muchos de ellos se reunieron bajo el paraguas de Alberto Manzano, traductor oficial de su obra en España. Primero en According to Leonard Cohen / Según Leonard Cohen (2007), recopilatorio de versiones con artistas como Santiago Auserón, Perla Batalla o Jabier Muguruza Y, recientemente, Como un corazón (2015), nuevo ataque desde las voces flamencas a la antología coheniana.