Fernando Aramburu presenta en Oviedo su nueva novela «Patria», una obra necesaria y memorable sobre una sociedad penalizada por el odio y el terrorismo
17 nov 2016 . Actualizado a las 05:00 h.Este hombre, este ciudadano que se llama Fernando Aramburu Irigoyen, pudo ser uno de tantos de los que a finales de los años setenta del siglo pasado sintieron la atracción por el abismo. En aquel barrio donostiarra de Ibaeta, como en otros parajes de Euskadi y Navarra, los jóvenes empezaban a jugar con fuego muy temprano. Si los otros adolescentes de la España salida del franquismo corríamos el riesgo de precipitarnos a las simas de la heroína, los quinceañeros vascos y navarros encaraban el doble peligro de lanzarse al precipicio de la droga, pero también al del odio. Y muchos lo hicieron. Los cementerios y las cárceles dan buena cuenta de ello.
A Fernando Aramburu le alejó del abismo del odio la distancia. La geográfica, por una parte, que le llevó a estudiar fuera de su tierra y evitar así las aulas de la cólera de las herriko taberna; y, por otra, la literaria, que le condujo a conocer otras vidas, otros lugares y a optar por la creación, no por la destrucción. Esa doble distancia fue el antídoto que inmunizó a Aramburu frente a la bilis ideológica que invadía su país.
Desde principios de los años ochenta reside en Alemania. Desconozco si la elección fue casual o, por el contrario, la decisión de poner tierra por medio y elegir precisamente Alemania fue meditada. Y lo digo porque no hablamos de un país cualquiera. Hablamos de la nación que industrializó el crimen; del país que voluntariamente apuró la copa del odio y lo materializó en uno de los mayores genocidios conocidos; hablamos de una mayoría de ciudadanos que o no querían mirarse en el espejo del holocausto o rechazaban su culpa y, por tanto, carecían de capacidad alguna de arrepentimiento. Y mucho menos de pedir perdón.
Pero esa distancia no le separó del dolor que vivían los suyos. Todo lo contrario. Aramburu ha dejado por escrito que el asesinato por ETA del senador socialista Enrique Casas, en 1984, le llevó a adquirir un compromiso consigo mismo. «Algún día escribiré sobre esto», se dijo. Y lo ha hecho con los útiles de la literatura, sin servirse de otras herramientas. Y lo hizo cuando era necesario y peligroso hacerlo, cuando aún el amonal y la parabellum eran monedas de uso habitual en el País Vasco y Navarra, pero también en otros lugares de España donde la banda terrorista extendía charcos de sangre.
La obra de Aramburu presta especial atención al horror, pero no se queda ahí. Nos equivocaríamos si lo encasillásemos como el novelista de los años del sufrimiento etarra. Su obra narrativa, pero también poética y ensayística, muestra que estamos ante un autor capaz de discurrir por las sendas más abiertas de la creación literaria.
Hoy nos trae aquí Patria, su última novela. Está aquí el horror y el dolor que nos presentó en anteriores libros. Sin embargo es urgente decirlo ya: Patria es, más que nunca, una novela necesaria, muy necesaria. Lo es por muchas razones, la principal porque Fernando Aramburu ha escrito un relato que da un impulso decidido a la necesaria derrota literaria, repito, derrota literaria de ETA y de sus cómplices.
¿Y cómo lo ha hecho? No con equidistancia; tampoco con complicidades; mucho menos desde el estrado de un juez altivo. Fernando Aramburu ha cumplido con su oficio: construir una historia literaria, que corrige los versos de Jaime Gil de Biedma. Puede ser que, como decía el poeta barcelonés, «de todas las historias de la Historia/ sin duda la más triste es la de España». Sin embargo, el narrador donostiarra alberga una esperanza, la esperanza de que esta historia, la de los años de terror, termine bien. No mal, como la de Gil de Biedma. Vayan a la página 642 y deténganse en las cuatro palabras de la penúltima línea del relato. Nada más diré.
Aramburu ha escrito una novela meditada, con todas las herramientas y atributos de una prosa sólida puesta al servicio de nueve personajes que encarnan una sociedad capaz de hacer convivir el envilecimiento extremo con la dignidad de los héroes mínimos.
Esos nueve personajes centrales de Patria reflejan la degradación moral de una sociedad, en este caso la del País Vasco y Navarra. Una sociedad muy similar a la asturiana o a la de cualquier otro de esos territorios de Europa que dejaron atrás durante los dos últimos siglos las aldeas perdidas para abrazar el supuesto progreso de las chimeneas. Esos cincuenta años de «lluvias, bombas y tiros», como escribe Aramburu, podían ser también los nuestros. Y en algún momento lo fueron, como en octubre de 1934. Pero nuestros mitos eran otros, no por ellos mejores, pero sí distintos a los de las ideologías identitarias. Al igual que los demás discursos con nostalgia de un absoluto de hierro, el nacionalismo euskaldún construyó una leyenda que, como todas las leyendas, es el preámbulo de la mentira.
Por eso Patria es un libro tan necesario. Necesario, necesario, como diría un vasco para enfatizar su palabrera. Fernando Aramburu plantea en estas 646 páginas algunas de las preguntas mayores que nos convierten en seres humanos, interrogantes que cualquier persona decente tiene necesidad de hacerse cuando encara el sufrimiento, propio o ajeno. Son preguntas como:
• ¿Es necesario pedir perdón?
• ¿Caduca la culpa?
• ¿Debemos pasar página?
• ¿Es necesario que no haya ni vencedores ni vencidos?
• ¿Se nos hace soportable pronunciar el verso «Ya somos el olvido que seremos», como hizo Héctor Abad Faciolince cuando relató el asesinato de su padre por el narcoterrorismo colombiano?
Son sólo algunas de las preguntas que se ha hecho Aramburu. Y a muchas de ellas responde. Y lo hace con una prosa precisa, clara, dotada de una fortaleza ética que no deja espacio para la efusión sentimental; tampoco hay lugar para una conciencia de hielo que cierra los ojos ante los personajes que encarnan el dolor y, mucho menos, cae en el riesgo de formular un discurso político. Ese pertenece a otros ámbitos, no al literario.
Vayan al capítulo 109. Allí están muchas de esas respuestas, que construyen toda una poética, no sólo creativa, también moral. En unos pocos párrafos, otro Fernando Aramburu que aparece por esas páginas, o tal vez él mismo, quien sabe nos desvela:
• que escribe «en contra del sufrimiento inferido por unos hombres a otros»;
• que escribe «en contra del crimen perpetrado con excusa política»;
• que escribe «sin odio contra el lenguaje del odio y contra la desmemoria y el olvido»;
• pero que también escribe «a favor de la literatura y el arte, por tanto a favor de lo bueno y noble que alberga el ser humano»;
• y que asimismo escribe «a favor de la dignidad de las víctimas de ETA en su individual humanidad, no como meros números de una estadística».
Es Patria una novela de víctimas, de personas que encarnan un tiempo y un territorio en el que la semilla de la bilis mostró una insólita capacidad de germinar y echar raíces. Una historia de dos familias a las que la ideología de la barbarie las condenó al sufrimiento. Y también es el retrato de un tiempo y un país doblegado por la hiel y la amargura. De ahí que la novela de Fernando Aramburu ocupe ya las estanterías dedicadas a los buenos narradores que hicieron de la evocación y del análisis de este o aquel periodo histórico el tronco de su obra. No creo ser un temerario si coloco Patria de Aramburu en el mismo anaquel de mi biblioteca que los Episodios Nacionales de Galdós.
Decíamos que es una novela de víctimas, pero ante todo es una novela de seres humanos. No sólo el Txato y su familia son las víctimas de ETA. También lo son el propio etarra Joxe Mari, sus padres, principalmente la madre, que intoxica su amor filial con un prieta las filas con la serpiente del terror que añade más sal a la herida. Lo es, y por partida doble, Arantxa, atrapada en un matrimonio triste que genera el rechazo de los suyos por casarse con el hijo de un emigrante salmantino incapaz de hablar euskera y a la que la mala suerte le ha impuesto la cadena perpetua de una enfermedad atroz, una condena mayor que la dictada para su hermano terrorista.
Es Arantxa, la de la mala suerte, el personaje más dotado narrativamente, y más emotivo y decente de los perfilados por Aramburu. Pero personalmente, tengo cierta devoción por Joxián, el padre del etarra. Alguien puede ver en él a un tipo indolente, calzonazos en su casa y cobardón en la calle, mucho más cuando su amigo el Txato empieza a sufrir el acoso de los sicarios del odio. Joxián, ese obrero metalúrgico, ciclista de domingo y borrachín, es uno de los personajes que desborda dignidad, con su honestidad callada y su ternura esquiva, quien acaba imponiendo su altura moral cuando acude en secreto, con un ramo de flores, a la tumba de su amigo y murmura un rezo, incapaz de contener las lágrimas que durante tantos años retuvo.
Matria, una Matria muy dolorosa, podría haber sido el título de esta novela de Aramburu. Más allá de piruetas etimológicas, el protagonismo de las dos madres es cenital. Son ellas las que tienen la potestad de la palabra y las que gobiernan el espacio familiar, la casa, la etxe, un territorio esencial y reservado exclusivamente al dominio femenino frente a la intemperie de la calle, del bar, de la sociedad gastronómica, donde el varón establece su refugio. Bittori, la esposa del Txato, y Miren, la madre del etarra, encarnan la fractura de una sociedad sometida a la metástasis del fascismo, capaz de dinamitar los lazos familiares y sociales más estrechos. «Sin amigos, nadie elegiría la vida», dejó escrito Platón, y tal vez esas palabras de su Ética Nicomaquea aportan suficiente luz para explicar porque quienes han elegido la muerte son seres incompatibles con cualquier forma de convivencia y solidaridad con sus semejantes. Incluso, con quienes fueron sus amigos más íntimos. Es el caso de Bittori y de Miren, principalmente esta última, que elige frente a la compasión la llamada de la sangre.
La obra de Fernando Aramburu contribuye al deber de memoria, ese concepto que el filósofo Reyes Mate ha desarrollado para definir la necesidad que las sociedades éticamente aseadas tienen de hacer un relato de sus sufrimientos colectivos. Se dice que rescatar de las cunetas los restos de los asesinados por la dictadura franquista es abrir heridas; se dice que recordar a los 1.000 seres humanos abatidos por ETA es impedir la reconciliación; también se dice que rememorar la cal viva y las salas de tortura de Intxuarrondo es caer en la trampa de los violentos. Lo siento, pero no estoy de acuerdo. Si se renuncia a ese deber de memoria del que hablamos estaremos haciendo una apuesta -permítaseme el término- por la malvivencia, no por la convivencia.
Ese deber de memoria es la deuda cívica que se tiene con las víctimas. La aplicación de la justicia, prevista en la ley y el código penal es irrenunciable y necesaria. Pero cuando ya se ha producido también es necesario hablar de otra justicia, la justicia cívica y sentimental, esa que se sustenta en la compasión, que no es otra cosa que la capacidad del ser humano de padecer con el otro, de hacer tuyo el sufrimiento del prójimo. No es sólo ponerse en el lugar del otro, estar con el otro; es mucho más, es ser el otro para hacer tuyo su dolor. Y eso lo ha hecho Fernando Aramburu con el Txato y Bittori, con Joxián y Miren, con Xabier y Nerea, con Joxe Mari, Arantxa y Gorka, retratos de un tiempo de duelo y pesar.
Por eso ese deber de memoria está obligado a dar respuestas claras a muchas preguntas. Por ejemplo: ¿quiénes fueron los responsables materiales y cómplices de los crímenes? ¿quiénes lo padecieron? ¿por qué se llegó a esta barbarie? Y desde la literatura, Fernando Aramburu lo hace.
Ya lo dijimos: es Patria una novela necesaria. Lo reiteramos. Frente a tanto relato que beatifica a los «caínes sempiternos», frente a tanta amnesia que ningunea a los «abeles», frente a tanto discurso de la equidistancia que blanquea el mal y a sus cómplices, frente a tanta leyenda que mitifica a los legionarios del odio, la obra de Fernando Aramburu, especialmente Patria, contribuye a la derrota literaria de ETA y del terrorismo.
Que así sea.
(Texto leído en la presentación de Patria, organizado por el Fórum Abierto de la librería Cervantes, en la biblioteca del Fontán, en Oviedo, el 15 de noviembre de 2016)