Se apagaron los colores de Casimiro Baragaña

J. C. Gea REDACCIÓN

CULTURA

Fragmento de «Ladera con jinete» (1997), de Casimiro Baragaña
Fragmento de «Ladera con jinete» (1997), de Casimiro Baragaña

El pintor poleso ha fallecido hoy en su localidad natal, dejando atrás una obra sin escuelas en la que destaca su personal tratamiento del paisaje asturiano, los bodegones y los desnudos

15 nov 2016 . Actualizado a las 11:21 h.

«Uno de nuestros paisajstas más originales y uno de nuestros pintores más completos». Las palabras que el crítico Jesús Villa Pastur dedicó a Casimiro Baragaña con ocasión del homenaje que le brindó el IX Certamen Nacional de Pintura de Luarca en 1978 resumen la esencia de lo que fue el pintor poleso, fallecido hoy en su localidad natal, al borde de los 93 años que hubiese cumplido el próximo día 25. A esos rasgos que destacaba Villa Pastur habría que añadir seguramente los de la independencia de dictados y escuelas, un profundo sentido de la armonía en los colores y la capacidad de equilibrar, en su obra madura, los elementos expresivos y líricos con una elegante veta decorativa.

La noticia ha causado gran conmoción en Pola de Siero, localidad que le había nombrado Hijo Predilecto en 1998, y donde residió toda su vida, salvo las estancias de aprendizaje en Madrid, Roma o París. En un comunicado de pésame, el alcalde sierense, Ángel García, ha lamentado su fallecimiento y ha destacado «el legado artístico que deja» Baragaña, en el que se cuentan los murales Expresión renovada, en el ayuntamiento, o los de la iglesia de San Pedro, y el premio Nacional de Pintura que lleva el nombre del artista desde hace doce años.

Inicios autodidactas

Nada en la familia del pequeño Casimiro hacía presagiar su deriva hacia el arte. Pero el benjamín de una familia polesa de cuatro hermanos era de los que dibujaba incansablemente y con un talento innato desde crío. Su destreza con los colores -aunque se cargó antes alguna caja de acuarelas que recordó con pesar toda su vida- le hizo ganar sus primeros elogios, y alguna merienda, decorando los típicos Huevos Pintos de la Pascua Polesa. Aunque la revelación de alguna importante exposición vista en Oviedo redobló sus ganas de experimentar con el óleo, ni se le pasaba por la cabeza dedicarse profesionalmente a la pintura. Lo intentó con la tijera y el peine en la peluquería de su hermano Luis y también con la docencia, pero ninguno de esos oficios era para él. Había vendido algunos retratos durante sus años de «mili» en Navarra y obras suyas fueron seleccionadas para los certámenes que entonces organizaba el ministerio de Educación y Descanso. 

Ahí fue donde cambiaron las cosas. La calidad de esos trabajos llamó la atención, hasta el punto de que le valieron una beca para estudiar en la Escuela Superior de San Fernando, en Madrid. Se preparó a destajo durante un año, copiando esculturas al carboncillo en el Casón del Buen Retiro y modelos del natural en el Círculo de Bellas Artes. En esas sesiones se fijó su amor por los retratos de desnudos femeninos, uno de sus temas predilectos. Hombre sociable y siempre abierto, se trató durante esos años de formación con otros aprendices y trabó amistad con algunos de ellos, como Antonio López, quien siempre elogió la claridad y el orden del dibujo del asturiano. También expuso junto a Luis Feito.

El impacto Picasso

Durante un viaje a París, en 1955, recibe de lleno el impacto Picasso, artista que dejó un poso profundo en el joven Baragaña, como le evidenciaría siempre su aproximación a la figura humana. Pero en ese mismo tiempo otra beca le lleva a Italia, donde se empapa de la estatuaria romana, de la pintura prerrenacentista florentina y de la magia de los frescos latinos, especialmente en la Villa de los Misterios de Pompeya. Bajo ese influjo, y tras un fallido intento de opositar a profesor en la Universidad Laboral de Gijón, da el gran salto y decide hacerse profesional en tiempos difíciles y en un lugar también difícil. Corría 1957.

El primer gran encargo para el recién profesionalizado Baragaña es el del presbiterio de la iglesia parroquial de San Pedro en su localidad natal: un encargo de notable envergadura que resuelve en dos meses con gran desenvoltura, y que le abriría las puertas a encomiendas en otras iglesias, como la de Santa María de Cangas de Onís o la de San Pedro, en Mestas de Con. En su pintura -que va dando a conocer con buenas críticas fuera de Asturias y que es seleccionada para varias Exposiciones Nacionales de Bellas Artes- prima el dibujo, cierta monumentalidad y un uso del color que tiene mucho que ver con su trabajo como muralista.

Esa forma clásica de entender la pintura sufre un paulatino cambio a partir de mediados de la década de los sesenta; primero en la llamada época «de las teselas» y después con una apertura hacia la expresividad y el color que marcarían su obra de madurez. En la primera de esas épocas, concibe y pinta sus cuadros como mosaicos de pintura, construyendo la imagen mediante la acumulación de pinceladas regulares, como teselas. El creciente protagonismo del color y de la pincelada explota cuando Baragaña -curiosamente no en Asturias, sino desde la sierra madrileña- se pone en pleno contacto con el género del paisaje.

Ahí será donde Casimiro Baragaña deje su obra seguramente más inolvidable, entregándose, a veces muy cerca de la abstracción, a lo que se ha descrito como paisajismo lírico: una seductora visión de los bosques asturianos llena de expresividad, sensualidad y una paleta en la que se mezclan la osadía en los colores (sobre todo, en referencia a los tópicos sobre el paisaje asturiano) con un gran comedimiento y sentido de la elegancia.

Esa obra, junto con los desnudos femeninos emparentados con el Picasso azul o rosa, y los bodegones, constituyen la producción más conocida y reputada del pintor, que fue distanciando sus individuales a partir de los 80 pero siguió siempre activo, y siempre vinculado a su Pola de Siero natal, donde ahora ha posado los pinceles.