El Guggenheim ofrece una deslumbrante exposición sobre Bacon que indaga sus referentes en la pintura española clásica
30 sep 2016 . Actualizado a las 07:34 h.«¿De verdad hay tanta diferencia entre una rosa y mi obra?». Francis Bacon (Dublín, 1909-Madrid, 1992) no hallaba nada extraño en su pintura. Cuando le preguntaban en una entrevista por qué introducía siempre el asco o elementos morbosos en un simple retrato de un hombre sentado en una silla, él reaccionaba con una mezcla de estupefacción, ingenuidad e ironía y replicaba que solo trataba de reflejar las cosas tan reales como le fuese posible. La violencia después de todo, argüía, está en la propia naturaleza y en la mortalidad. Pero, ¿por qué no pinta usted simplemente una rosa? Una rosa, razonaba, por muy hermosa que sea, también se muere, después de dos o tres días se marchita, muere. A Bacon no le gustaba demasiado hablar o escribir sobre su labor creativa. No se tiene noticia de demasiados testimonios ni se conservan cartas en que reflexionase sobre su arte, la mayoría de su correspondencia tiene que ver con los pésimos efectos sociales de sus adiciones al juego y la bebida, o pide perdón a sus amigos por su horrible comportamiento de borracho en una reciente velada o les solicita un préstamo para comprar material de trabajo que después derrochará en sus apuestas (algo que sus generosos mecenas ya saben pero aceptan con resignación). Lo recuerda Martin Harrison, comisario de la apabullante exposición que el museo Guggenheim Bilbao dedica al genio británico y que se inaugura este viernes con el patrocinio de la compañía Iberdrola.
También advierte Harrison que no hay que hacer demasiado caso a las tajantes frases que utilizaba Bacon para negar influencias o encasillamientos estéticos con respecto a su producción. «Era una persona bastante camp. Decía tonterías para provocar y evitar explicarse. No era ningún estúpido. Al contrario, era un hombre sensible, que tenía muy buen gusto», insiste Harrison, reconocido estudioso de uno de los artistas más cotizados en el mercado internacional del arte. Aseguraba, por ejemplo, que odiaba al Bosco, cuando lo vinculaban al maestro holandés, pero lo que detestaba en verdad era que se empeñaran en relacionarlo directamente con él. Lo mismo podría apuntarse de los cuadros negros de Goya, que decía odiar. Eran boutades. Cómo iba a odiarlos, clama Harrison, «le parecían fantásticos». ¿Cómo entonces analizar su arte, con estas contradicciones? ¿Cómo tratar de entender algo que, pese a que no es abstracción pura, difícilmente ofrece asideros reconocibles? El propio Harrison, pese a que es una autoridad en esta materia, reconoce que es casi imposible saber qué representan muchos de sus cuadros, comprender con exactitud qué quería expresar. Lo dice el comisario, con una sonrisa divertida en los labios, como invitando a disfrutar sin prejuicios de la obra de uno de los artistas más grandes del siglo XX, a adentrarse en su universo con la mirada limpia. Harrison, mientras, trata de echar mano de la vida privada del artista, de su biografía, para encontrar una brújula válida para navegación tan procelosa. La infancia, el alcoholismo, la homosexualidad, el masoquismo... «Era un tío muy raro», resume como chanza. Y es que, incide, «en esta exposición no encontraréis ni arbolitos ni florecitas bonitas». Su material fundamental de trabajo era la figura humana y su visión era sexual, descarnada, animal, violenta, brutal, y no se permitía edulcorarla.
Un diálogo espectacular
Más allá del caótico viaje que propone el guía británico que es también el comisario, y que quizá busca emular al artista y su querencia por el desorden -no hay más que ver las desastrosas imágenes de su estudio londinense de Reece Mews-, la muestra Francis Bacon, de Picasso a Velázquez es absolutamente espectacular, reúne más de medio centenar de cuadros del pintor irlandés que tratan de entrar en diálogo con una veintena larga de obras de autores de los que se pueden rastrear trazas en la producción de Bacon (Picasso, Velázquez, Goya, Zurbarán). «Queda clara la relevancia que la tradición tenía para Bacon. Y ese es uno de sus grandes valores: construye un futuro diferente y valioso apoyándose en un pasado igualmente espléndido», elogió Ignacio Sánchez Galán, presidente de Iberdrola. El visitante podrá hallar aquí un puñado de obras nunca antes vistas en público como Estudio de un toro (1991) o Escena callejera (con coche a lo lejos) (1984), así como una amplia representación de sus lienzos más emblemáticos, un ambicioso proyecto que era un objetivo largamente ansiado por el museo bilbaíno, como admite su director, Juan Ignacio Vidarte, y que difícilmente será posible disfrutar de nuevo -o de algo similar- a medio plazo.