
La tradición popular señala que esta segunda etapa es más sencilla que la primera, aunque, en función de las expectativas que se tengan, podría no serlo tanto
02 jul 2016 . Actualizado a las 18:09 h.El imaginario popular dice que esta segunda etapa resulta mucho más asequible que la primera. La realidad es que, según cómo se empiece y las expectativas que se tengan, podría no serlo tanto. Evidentemente, su longitud depende de dónde se haya pasado la noche. Quienes optaron por pernoctar en San Juan de Villapañada tienen por delante poco más de veinte kilómetros de los cuales sólo los primeros transcurren en franco ascenso. Por el contrario, quienes hayan dormido en Grado se verán obligados a madrugar para subir las largas cuestas que conducen hasta lo que fue en su día, como ya quedó dicho en el anterior capítulo, una encomienda de la Orden de San Juan de Jerusalén. Como pobre consuelo, podemos advertir de que no hará falta que lleguen al albergue. Una vez situados en el desvío, bastará con que sigan de frente para llegar hasta la encrucijada que del lugar llamado Venta del Cuerno en el que, según parece, hubo antaño refugio y solaz para los peregrinos. Hay que tomar el camino que sale a nuestra diestra para atravesar los caseríos de El Toral y La Venta y terminar ascendiendo al collado desde el que divisamos, a nuestra derecha, el santuario de la Virgen del Fresno.
Valdrá la pena detenerse a recuperar el resuello porque el trayecto hasta aquí habrá sido duro, máxime para quienes hayan amanecido en la villa moscona. Ayudan a relajarse la visión casi onírica de la iglesia allá en lo alto y la certeza de que, obedeciendo las leyes de la gravedad, todo lo que sube ha de bajar antes o después. En este caso no habrá que aguardar mucho, porque a continuación llega un pronunciado descenso por Los Morriondos que, tras superar el puente de La Meredal -a cuya vera hay una fuente que permite refrescarse y repostar a quienes se sientan justos de fuerzas y líquidos- nos lleva hasta el pueblo de San Marcelo, a cuya salida, antes de llegar a la rotonda que da acceso a la autovía, habremos de meternos por un prado tapizado de manzanos para tomar un hermoso sendero, contiguo al arroyo de La Meredal, que nos lleva hasta el ínfimo caserío de La Reaz antes de desembocar en La Doriga, lugar presidido por una espléndida iglesia a la que vale la pena dedicar algo de tiempo.

Toca emprender una nueva subida, aunque esta vez mucho más moderada, para arribar a la zona que llaman La Veiguina, asomarse a una impresionante perspectiva sobre los pilares de la autovía y emprender después otra bajada, por una agradable senda arbolada, hasta Casas del Puente. Aquí enlazamos con la carretera para ubicarnos en un camino de servicio anexo a ella y, paso a paso, dejarse mecer por el arrullo de las aguas del Narcea, que sentimos fluir a nuestra izquierda como indicador inconfundible de que estamos llegando a una de las paradas más interesantes de la ruta. No hace falta adentrarse en la localidad de Cornellana, porque el Camino gira a la siniestra una vez cruzado el puente desde el que nos podemos recrear en el espectáculo que componen las aguas del Nonaya al verterse en el Narcea. Por un camino que forma parte de un remodelado y delicioso jardín, nos vamos aproximando lentamente al monasterio de San Salvador de Cornellana, cuya silueta veremos recortada en la lejanía al principio para ganar tamaño a medida que nuestros pasos vayan acortando la distancia hacia sus puertas. Es éste un lugar tan bucólico como necesario: hay aquí un albergue donde pueden quedarse aquellos que prefieran tomarse el Camino en pequeñas dosis y una pequeña plaza provista de bancos en los que vale la pena descansar cinco minutos. El soberbio edificio que se levanta a nuestro lado bien merece una contemplación detenida, y si hemos tenido suerte y en el cielo brilla el sol comprobaremos que nos envuelve una atmósfera que casi podríamos definir como de ensueño.

En cualquier caso, antes o después habrá que levantarse, recoger los bártulos y echar a andar por los ábsides del templo monacal, tan rotundamente románicos frente al barroco que conforma la mayor parte de la fábrica exterior, y tomar un rumbo paralelo al río hasta llegar a Sobrerriba, donde a veces hay una simpática cabra amaestrada para hacer carantoñas a los romeros, y tomar después un par de desviaciones debidamente señalizadas para llegar al Alto de Santa Eufemia. Desde aquí hay que echar la vista atrás: habrá quien se enorgullezca al contemplar un buen trecho de la distancia recorrida y quien simplemente disfrute de la soberbia visión que desde aquí se tiene de Cornellana y sus alrededores. A continuación, un bellísimo sendero nos lleva hasta una cantera de sílice que da paso a la aldea de Llamas, donde un expendedor automático permite adquirir bebidas frías en temporada alta. Tras superar un palomar que merece, como poco, una fotografía, y después de dejar atrás el desvío a Monteagudo y pasar junto a La Carril, llegamos al que acaso sea uno de los tramos menos agradables de la jornada. No es que la distancia que nos separa de Quintana sea excesiva -en realidad, es de más o menos un kilómetro-, pero los pasos acumulados durante el día y el hecho de que el recorrido discurra en línea recta convierte este trance en poco menos que un suplicio si las condiciones climatológicas no acompañan demasiado. Por suerte, a la entrada de Villazón, casi al pie de la iglesia de Santiago, hay una fuente que también lleva el nombre del apóstol en la que es posible, y seguramente necesario, refrescarse. Unos metros más allá -tras superar un pequeño túnel que posiblemente nos reciba absolutamente encharcado- hay un pequeño merendero donde tomar un respiro antes de continuar caminando. No falta mucho para llegar por una estrecha senda al puente de Casazorrina, desde donde cruzaremos la pasarela de La Devesa. Luego pasaremos bajo la autovía para encontrar una nueva senda que nos irá subiendo suavemente hasta dejarnos a los pies de Mallecín, un pueblo que es vecino de la villa de Salas, la cual en seguida nos recibirá con los brazos abiertos para guiarnos por la avenida del Llaniello y la Travesía de San Roque -con una pequeña capilla a la que hay que echar un vistazo- hasta la Colegiata, la torre y el castillo de los Valdés-Salas, epicentro histórico y sentimental del lugar en el que finaliza la segunda etapa de nuestro viaje.

Lo que hay que ver
Hay pocos peregrinos que se aventuren, principalmente porque llegar hasta allí exige subir una fuerte pendiente que no entra dentro del trazado jacobeo, pero no podemos dejar de destacar la importancia que tiene en estas tierras el santuario de la Virgen del Fresno. Se trata de uno de los focos de devoción más visitados de Asturias y dicen que, en los días rebosantes de sol y desprovistos de niebla, desde sus aledaños pueden verse el Naranco, los montes del Sueve y hasta los mismísimos Picos de Europa. Algunos historiadores creen que, precisamente por hallarse al pie del Camino, pudo tener un origen medieval, y han llegado a datar en el siglo IX el primer templo que debió de erigirse en este enclave. La iglesia actual data en principio del siglo XVI, aunque dos siglos después se llevarían a cabo reformas que modificaron sustancialmente su apariencia, otorgándole el peculiar aspecto con el que nos recibe en nuestros días.

También merece mención la iglesia de Santa Eulalia de la Doriga, que conserva una portada románica y la lápida en la que queda constancia de su consagración, llevada a cabo en 1121 por el obispo Don Pelayo. Ambos vestigios se mantienen visibles en el exterior del templo, en su flanco septentrional, y constituyen la única huella de unas raíces que se perdieron para siempre con la reconstrucción acometida en el siglo XVII, germen del edificio que vemos hoy en día. Su interior acoge tres retablos barrocos -el principal datado en 1608 y coronado por un calvario esculpido entre los siglos XIV y XV- y varios sepulcros nobiliarios. Muy cerca de allí se levanta el Palacio de Doriga, construido entre los siglos XIV y XVI y que constituye un interesantísimo ejemplo de construcción civil con uso tanto residencial como defensivo. La torre medieval a partir de la cual se fue erigiendo el resto del conjunto le da un aire bien reconocible que la hace destacar en un paisaje del que emerge como un faro de otro tiempo.

No obstante, la primera gran joya de nuestro recorrido la hallaremos en el monasterio de San Salvador de Cornellana. Fundado en los principios del siglo XI, cuando la infanta Cristina -hija de los reyes leoneses Vermudo II y Velasquita- donó un conjunto de propiedades y una iglesia que había erigido junto a su difunto marido. Se trató así, probablemente, de un monasterio de tipo familiar hasta que, en 1122, la propiedad recayó en los monjes de Cluny. Su decadencia comenzó en el siglo XIV, cuando esta orden se desentendió del lugar, y en 1536 pasó a formar parte de la Congregación de San Benito de Valladolid. En el siglo XVII se llevó a cabo una ambiciosa ampliación con la que tanto el monasterio como la iglesia ganaron su fisonomía actual, aunque se conservaron como vestigios de la época románica la cabecera tripartita y la torre campanario, ambas visibles en la actualidad desde el lado oriental del templo. En el siglo XIX sufrió sus peores tragos: fue ocupado e incendiado durante la Guerra de la Independencia, y la desamortización terminó echando de allí a sus moradores, lo que llevó a que el edificio cayese en el abandono hasta que la iglesia recuperó su uso litúrgico. Hasta aquí llegan los hechos, pero el Camino no sólo se nutre de la Historia, sino que también en él juega un papel importante la leyenda. Por eso ha de consignarse que, según la tradición, el monasterio se fundó precisamente en Cornellana porque en los bosques que poblaban estas latitudes durante el Medievo se perdió, siendo niña, la mencionada infanta Cristina. El extravío fue tan mayúsculo que nunca habría salido de él con vida de no haberse dado la intercesión de una osa que la adoptó como si de su propia criatura se tratase y se preocupó de amamantarla hasta que los soldados del rey dieron con la criatura sana y salva. ¿Realidad o ficción? Es imposible saberlo, pero debe decirse que el pasatiempo favorito de cuantos peregrinos se ven ante las puertas del cenobio consiste en buscar por las paredes un peculiar relieve que muestra a un oso llevando en brazos a un bebé.

Hay mucho que ver en la villa de Salas, y acaso lo más pertinente sea empezar por la Colegiata de Santa María la Mayor, porque quizá resuma mejor que ningún otro edificio la historia del lugar que la acoge. Fue fundada en el siglo XVI por la familia Valdés Salas, la de más rancio abolengo del lugar, y consta de una sola nave de estilo gótico a la que en reformas posteriores le fueron añadiendo capillas. Destacan el ábside, con bóveda decorada, y dos retablos: el principal data del siglo XVII, procede de la Escuela de Valladolid y representa diferentes escenas de la Biblia; el de la capilla de los Malleza, por su parte, se encuadra también en el barroco y cuenta con esculturas de Luis Fernández de la Vega. Pero hay un elemento más de la Colegiata que no sólo destaca, sino que seguramente se trate de su atractivo principal. Es el mausoleo de Fernando de Valdés Salas, un monumental retablo funerario esculpido en alabastro de cuya factura se encargó nada menos que Pompeyo Leoni, escultor italiano que trabajó para Felipe II en la obra del monasterio del Escorial. Realizado entre 1576 y 1582, el mausoleo consta de tres cuerpos y está presidido por la figura orante del finado, que fue realmente un personaje tan relevante como siniestro: fundador de la Universidad de Oviedo, Fernando de Valdés-Salas ejerció de obispo en varias diócesis, llegó a presidente del Consejo Real de Castilla y ocupó el cargo de inquisidor general, desde el que dicen que incurrió en las más variadas infamias aprovechando su incansable persecución de la herejía. Frente a la Colegiata, precisamente, se levantan la torre y el castillo de los Valdés Salas. Del siglo XIV la primera, y del XVI el segundo, dan perfecta cuenta del poder que llegó a tener la familia del inquisidor por estos pagos. La torre acoge un Museo del Prerrománico que remite a otro de los atractivos de la villa. La iglesia de San Martín de Salas, cuyo perfil veremos recortarse en la ladera de la montaña en cuanto el Camino nos introduzca en la localidad, es lo poco que queda de un monasterio medieval que los historiadores han dotado en el siglo IX. El templo fue reconstruido en el siglo XV y reformado en el XVII, y bien vale una visita aunque sólo sea por el imponente tejo que se alza a su vera.
Comer y dormir
Esta segunda etapa ofrece abundantes rincones en los que reponer las fuerzas que irremediablemente se van gastando en la dura caminata. En La Doriga, casi al pie de la iglesia de Santa Eulalia, se encuentra Ca Pacita (tfno: 684 613 861), una taberna típica y muy conocida entre los peregrinos que se aventuran por el Primitivo que cuenta, además, con un albergue en el que es posible reservar plaza. El Albergue de Cornellana (tfnos: 635 485 932 y 985 834 262) es de titularidad pública, se encuentra en el mismo monasterio de San Salvador y ofrece un ambiente recogido en el que despedirse de la tarde y pasar la noche sumidos en un sueño reparador. Si los peregrinos desean finalizar aquí su etapa, también tienen posibilidad de hacerlo en el mismo pueblo: el Hotel Cornellana (avda. de Prudencio Fernández Pello, 77; tfno: 985 588 356) o el Hotel La Fuente (avda. de Prudencio Fernández Pello, 52; tfno: 985 834 042) ofrecen una buena relación entre calidad y precio. Por descontado, no podemos abandonar esta localidad sin mencionar los afamados bocadillos de carne guisada que sirven en el Café Bar Casino (avda. de Prudencio Fernández Pello, 69; tfno: 985 834 178) y que han hecho de Cornellana parada obligada de cuantos, a pie o en coche, atraviesan el pueblo.

Salas cuenta con un Albergue Municipal (plaza La Veiga, 8, bajo; tfno: 985 830 004) cuyas llaves se recogen en el restaurante Casa Pacita (urbanización de La Vega, 1; tfno: 985 832 279), donde también se puede dar sosiego al estómago por un módico precio. También el Albergue La Campa (plaza de la Campa, 7; tfno: 679 390 756) ofrece literas y camas (algunas de ellas matrimoniales y en habitación independiente) en un ambiente netamente jacobeo. El Hotel Castillo de Valdés Salas (plaza de la Campa, s/n; tfno: 985 830 173) ocupa el edificio que perteneció a la ilustre familia y hace ofertas a peregrinos, y el Hotel Soto (c/ arzobispo Valdés Salas, 9; tfno: 985 830 037) se ubica junto al ábside de la Colegiata y también dispone de camas a buen precio. Sería imperdonable pasar por esta hermosa villa sin hacer una parada gastronómica en Casa Pachón (c/ de la Campa, 4; tfno: 985 830 036), un bar tradicional de gran solera cuya sabrosísima y enjundiosa cocina es capaz de satisfacer a los paladares más exigentes. Y por supuesto, hay que detenerse en la confitería Los Carajitos del Profesor (avda. de Galicia, 21; tfno: 985 830 805), un establecimiento fundado en 1908, y comprar el postre homónimo, una pequeña delicia que ha llevado la fama de Salas mucho más allá de sus fronteras naturales.