Artículo de opinión de Jacobo de la Roza
12 mar 2018 . Actualizado a las 14:12 h.Cuatro meses han pasado desde que el Real Oviedo claudicase en Alcorcón. Hice el viaje de vuelta con la preocupante lesión de Toché en la retina y comenzando a dudar si el timonel sería capaz de enderezar el rumbo de una nave que se dirigía peligrosamente hacia el acantilado. Perder al goleador resulta casi anecdótico cuando todo lo demás falla. Nunca se me había hecho tan larga la Meseta.
Como en Alcorcón, el Real Oviedo vuelve de Tenerife con la delantera tocada. Mucho. Pero, como en Alcorcón, lo más preocupante es todo lo demás. Importa poco no tener balas si la pistola es de juguete. Las sensaciones vuelven a ser malas, pero esta vez el tiempo juega en contra.
Los jugadores siguen muriendo en cada balón, pero a una velocidad menos. Y eso, en Segunda, te manda al corredor de la muerte. Sobre todo a estas alturas, cuando los rivales salen a comprar el pan con el cuchillo entre los dientes. No hay amigos cuando se trata de salvar el pescuezo. El equipo ha bajado un punto en lo físico y dos figuras se alzan como principales culpables: Anquela y la dirección deportiva.
O bien el míster no rota porque prefiere morir con los mismos que hace un mes hacían del equipo un cohete. O bien el nivel de la plantilla no permite que el jienense lo haga. Personalmente, me inclino más por lo segundo que por lo primero. Nada nuevo bajo el Sol.
Me cuesta creer que el hecho de que, a estas alturas, sólo dieciséis jugadores - dos de ellos porteros - superen los 600 minutos de juego se deba a la cabezonería del entrenador. Casi tanto como que Anquela le vea cosas a Forlín como pivote. El argentino destaca tanto en positivo de zaguero como en negativo de medio.
Sea de quien sea la culpa, una cosa tengo clara: si tuviese que darle las llaves del Tartiere a alguien, ese alguien sería Juan Antonio Albacete Anquela.