En España, un 1% de la población posee la cuarta parte de la riqueza generada por la clase trabajadora. El 20 % de los más ricos gana seis veces más que el 20% de los más pobres y el 28% de la población está en riesgo de pobreza o exclusión social. Además, sólo uno de cada diez contratos firmado es indefinido ( y de ellos poco más de la mitad lo es a tiempo completo). Estos fenómenos demuestran que el crecimiento económico del que presume el Ejecutivo de Rajoy no se traslada en positivo a la contratación laboral, sino que, al contrario, se basa en el empobrecimiento de las clases populares.
De hecho, los datos del paro de abril confirman peligrosamente que los sectores en los que se ha producido una mayor contratación continúan siendo la hostelería y la construcción, es decir, los pilares de un modelo productivo que han hecho de España, tras la crisis capitalista de 2008, un país con las cifras de desempleo general y juvenil más altas de Europa.
Las reformas laborales perpetradas por el PSOE y el PP han supuesto una terrible merma de la negociación colectiva, una devaluación salarial y una fragmentación laboral que ha debilitado el poder asociativo de las personas trabajadoras. Esto explica, entre otros factores, cómo es posible que el supuesto crecimiento macroeconómico, que conlleva un aumento en la producción de bienes y servicios, no venga acompañado de la recuperación de empleo, derechos laborales y sociales, sino de la normalización de la precariedad como forma de vida de la mayoría de este país.
Es muy probable que cualquier persona que esté leyendo este artículo esté más familiarizada con los cambios laborales continuos (de empresa, sector u horarios), a la realización sistemática de horas no remuneradas, a la competitividad introducida por las subcontratas, o a los EREs, que a esa visión idílica de la «España emprendedora» que intenta mostrar el Partido Popular, por ejemplo. Y seguramente se escandalice con tuits como el escrito en 2011 por Ignacio Aguado, portavoz de Ciudadanos en la Asamblea de Madrid, recientemente borrado de su cuenta personal para evitar confusión entre sus virtuales votantes: «¿Por qué un empresario que no quiere contar con un trabajador tiene que indemnizarle con 45 días/año y un trabajador se puede ir cuando quiera?», se preguntaba con asombro el representante político. ¡Qué mundo más injusto este, plagado de derechos para los más necesitados de ellos! - se pensará desde un prisma neoliberal-.
En otras ocasiones llegará a afirmarse, en abstracto y sin rubor, que las prestaciones sociales desincentivan la búsqueda de trabajo y cronifican la pobreza. Lo que nos recordará aquellas palabras del filósofo Bernard Mandeville proferidas en La fábula de las abejas: “la riqueza más segura consiste en una multitud de pobres laboriosos”. En efecto, ideas como estas llevarían al autor a rechazar los servicios de educación para los hijos de los pobres: «es necesario que un gran número de ellos sea ignorante». De este modo, Mandeville, autor querido por neoliberales tan distinguidos como Friedrich Hayek, sería uno de los primeros defensores del «orden espontáneo del mercado», justificando la desigualdad social a través de la pobreza.
Lo cierto es que la mayor parte de los trabajadores actuales, especialmente las mujeres y personas jóvenes, viven en una inseguridad permanente, sin poder dominar el presente ni el porvenir que les espera. Esta situación, que ideológicamente será interpretada de manera cínica por algunos como una oportunidad de emprendimiento individual, lo que manifiesta es que el modelo postfordista del
trabajo ha tenido como efecto histórico la «des-espacialización de la fábrica» y la subsecuente generalización de la forma-empresa a toda la sociedad. Así, el emprendimiento y la empleabilidad supondrán la adaptación a las circunstancias sociales, es decir, la aceptación de la erosión de los derechos laborales y del statu quo.
En relación con este fenómeno, la mal llamada «economía colaborativa» constituye un nítido ejemplo de las nuevas formas de explotación creadas mediante los recursos ofrecidos por la economía digital y la externalización del trabajo en empresas multiservicios, en las que se procura borrar la relación laboral existente entre empresario y trabajador («cada uno es empresario de sí mismo»), sin el establecimiento de ningún convenio colectivo o un marco de mínima protección social. Desgraciadamente, la denominada «economía social», que sin duda ha producido notables ejemplos de relaciones socioeconómicas alternativas ( «bancos del tiempo», propuestas deliberadas mediante sistemas de «participación horizontal», etc.), ha sido aprovechada comercialmente para crear nuevos mercados depredadores de bienes y trabajo. Como apuntábamos, esta es la forma en que empresas como Glovo, Uber, etc. extraen ingentes ganancias: monetizando el tiempo que estas ahorran a través del trabajo realizado por los «colaboradores» (esto es, los trabajadores en su condición de falsos autónomos) con sus teléfonos, automóviles o bicicletas; bienes que la empresa no ha contribuido a sufragar, y puestos a disposición por estos gratuitamente.
En definitiva, nos encontramos en una situación de indefensión social por parte de las clases subalternas similar a la del siglo XIX. Una situación que, como afirmó entre otros el sociólogo Robert Castel, supone la desaparición de la sociedad salarial tal y como esta se vertebró después de la II Guerra Mundial, al menos en la Europa occidental, hasta la restauración conservadora llevada a cabo en los años 80 por Ronald Reagan y Margaret Thatcher: aquella sociedad en la que la mayoría de la población accede a la condición ciudadana a partir fundamentalmente del estatuto del trabajo, convertido en empleo. La jubilación, las vacaciones pagadas, las coberturas por accidentes, etc. dejarán progresivamente de concebirse e implementarse como articulaciones de derecho disputadas a través de los colectivos sindicales, movimientos obreros y sociales. Y, consecuentemente, la inscripción de los individuos en colectivos protectores será vista, desde una lógica individualista que pivota sobre la centralidad de los mercados, como innecesaria, superflua o anacrónica.
¿Asturias o trabajas?
Asturias lidera el paro de larga duración en España con una tasa del 50, 2%. El ritmo de la recuperación de empleo es uno de las más lentos del país. Por lo que respecta a la calidad del mismo, debe decirse que somos una de las comunidades autónomas con mayores índices de parcialidad y subocupación. Las tasas de actividad y emancipación de la población joven se mantienen por debajo de la media española. Y en el caso de las mujeres jóvenes, las tasas de empleo suelen ser diez puntos inferiores a la de los hombres de las mismas edades. En este sentido, sin perjuicio de reconocer la reducción de desempleo, propiciada entre otros motivos por los bajos niveles de actividad, las medidas destinadas a la juventud se han caracterizado por favorecer la precarización de las condiciones de trabajo, bajo el pretexto en muchas ocasiones de incentivar la contratación de personas inexpertas. En resumidas cuentas, la juventud o se encuentra en paro o trabaja obteniendo un sueldo mísero que le impide emanciparse y llevar acabo su proyecto vital. Esto arrastra a importantes segmentos de la población adulta a asumir condiciones laborales inestables y de incertidumbre, so pena de ver sus puestos amortizados o ser sustituidos por jóvenes trabajadores precarios. El resultado, obviamente, es el empobrecimiento generalizado de la población.
Suele decirse que los jóvenes actuales somos una de las generaciones mejor formadas y más preparadas. Pero también somos la primera generación en muchas décadas que vive y vivirá peor que nuestros padres. Desde IU consideramos que existen otras salidas a las crisis económicas y sociales que no pasan por el empobrecimiento de la población. Los jóvenes no podemos resignarnos a ser una «generación perdida». Por eso es tan importante la organización de la potencia colectiva. Porque los derechos sociales no se otorgan; se conquistan. Tenemos por delante nada más y nada menos que la tarea de la reformulación del trabajo en el siglo XXI. Es la clase trabajadora la que genera riqueza social, desde luego, pero el trabajo asalariado, «alienado», precarizado, no es fuente precisamente de dignidad, sino de opresión. Más bien, ocurre que la dignidad ciudadana se consigue transformando la realidad y eliminando las desigualdades sociales y económicas existentes. Es posible un mundo no colonizado por el tiempo de trabajo explotado, en el que lo que se produzca no esté determinado por los dictámenes invisibles de una minoría privilegiada y en el que las decisiones democráticas colectivas se impongan a la distribución de los tiempos de vida, y no al revés. Y no hay mucho más tiempo que perder...
Juan Gonzaìlez Ponte, Secretario de Accioìn Poliìtica de IU Asturias y concejal de Empleo y Cultura en Mieres
Antonio Giganto Peìrez, adjunto a la Secretariìa de Accioìn Poliìtica de IU Asturias y concejal de Servicios Sociales y Vivienda en Langreo
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