La dulce tradición de 144 años que sobrevive en Salinas: «Solo el olor me transporta a la infancia»
ASTURIAS
Guillermo Pelayo, el último barquillero artesano de Asturias, mantiene en funcionamiento a pie de playa un negocio que comenzó su bisabuelo en 1880: «Queremos hacer una cafetería museo para cerrar el círculo»
24 ago 2024 . Actualizado a las 05:00 h.En la playa de Salinas, donde la brisa marina se mezcla con los recuerdos de antaño, hay una figura que se ha convertido en parte del paisaje. Vestido de blanco desde la cabeza a los pies, siempre con su bombo a cuestas, Guillermo Pelayo —el último barquillero artesano de Asturias— reparte sus tradicionales dulces desde hace ya 53 años. Un negocio que comenzó su bisabuelo en 1880, recogió su abuelo, siguió su padre Alfredo y ahora él mantiene vivo. La presencia de Pelayo en Salinas es casi tan icónica como el sonido de las olas del mar rompiendo en la orilla. «Solo oler sus barquillos me transporta a mi infancia; venía con mi abuela y ahora vengo con mi hija», recuerda Ángela Moreno junto a la pequeña Catalina, de ocho años.
De pequeños a mayores, todos conocen a Pelayo en Salinas. Lo que no muchos saben es todo lo que hay detrás. Cuenta que para llenar el bombo —que pesa más de 40 kilos— se levanta todos los días a las tres de la madrugada. Todavía a oscuras baja al obrador que tiene en la calle Rivero de Avilés para hacer esos barquillos por los que todos se relamen. «Estoy allí hasta las once y media, más o menos. Cuando termino me ducho, como un pinchín y ya para la playa, sobre las tres de la tarde», explica Pelayo entre vuelta y vuelta de los barquillos que ahora vende a un euro: «Empiezo por la zona de El Espartal y voy hasta el Balneario. Luego como un bocadillo en la furgoneta, me relajo media hora y vuelvo para la playa hasta el final del día».
«Queremos hacer una cafetería museo para cerrar el círculo»
Entre harinas y miel —un almíbar secreto que ha pasado de generaciones en generaciones en la familia— elabora cada barquillo en su obrador cuando el resto todavía duerme. Hace seis galletas de barquillo, unta cinco capas de esa miel secreta y luego los trocea con cuidado. «La esencia es la galleta y la hemos mejorado con los años. Ahora tenemos mejores productos e ingredientes. La esencia, en general, se ha mejorado en todo», asegura Pelayo. Pero la tradición no es solo cuestión de sabor. El bombo que utiliza —que se encarga de pintarlo y restaurarlo una vez al año— es el original, el de 1880. Pesa más de 40 kilos y lo carga a sus espaldas para patear la playa porque «por mucho que digan no es lo mismo que vender en el paseo». El año pasado tuvo problemas de espalda por ello, pero este está «como un chaval», bromea a sus 63 años.
Pelayo une generaciones. Y no es para menos. Ya ha visto pasar unas cuantas. Sus barquillos, para muchos compradores, son más que un simple dulce; son un vínculo directo con los recuerdos de la niñez. A los 63 todavía le queda cuerda para rato. «Hasta que el cuerpo aguante o me quede tirado», dice con determinación. Sin embargo, asume que el negocio terminará en él. Al menos tal y como se vino desarrollando durante los últimos 144 años. Sus dos hijos, explica, «no seguirán con la figura del barquillero en la playa». «La idea, cuando me jubile, es abrir un local con las máquinas de castañas y el obrador, una especie de cafetería que sirva de museo para cerrar ese círculo del barquillo a pie de calle», cuenta entre orgullo y nostalgia. «Pero bueno, es solo una idea. Ellos se piensan que el padre va a seguir haciendo barquillos toda la vida», bromea.
Cuando termina con los barquillos, Pelayo empieza con las castañas. Divide el año en dos: de octubre a febrero trabaja las castañas en la calle y los colegios mientras que de febrero a octubre se centra más en el dulce. Sin embargo, en la época de castañas sigue vendiendo barquillos. «¿Que cómo lo hago? Pues con mucho trabajo y muy pocas horas de sueño», comenta, siempre con una sonrisa en la cara. Además, cuenta que la subida de los precios y las materias primas también ha impactado de forma sensible en su negocio. «La miel es un almíbar que ya hacía mi abuelo, pero resulta cara», lamenta. A pesar de vender los barquillos a un euro, el margen de beneficio es menor que cuando los vendía a 50 céntimos: «Todo el mundo ha dejado de ganar para poder seguir adelante».
«Solo oler sus barquillos me transporta a mi infancia; venía con mi abuela y ahora vengo con mi hija»
Entre venta y venta, Pelayo recuerda cómo sus antepasados errantes —naturales del valle cántabro de la Vega de Pas— recorrían España, Francia e Italia con sus bombos, vendiendo barquillos incluso en tiempos de la Guerra Civil y manteniendo la tradición en los tiempos más adversos. Su padre, Alfredo, «recorría Asturias entera en bicicleta con el bombo a la espalda» y ahora él lo hace entre la arena de Salinas. Y seguirá siendo así «hasta que se me acaben las fuerzas».