La actriz estadounidense se ha distinguido siempre no solo por la versatilidad de sus papeles, sino también por su compromiso ideológico
16 oct 2023 . Actualizado a las 05:00 h.Es polaca. No, es británica de pura cepa. No, italiana. No, es neoyorkina de toda la vida… no es ninguno de esta actriz capaz de maneja su voz hasta el engaño de finos oídos. Una de las leyendas urbanas generadas por Mery Louise Streep (Summit, Nueva Jersey, EEUU, 1949) es su multinacionalidad. Primero, que hablaba con acento polaco y por eso fue elegida para rodar La decisión de Sophie (por el que se llevó su primer Oscar como mejor actriz principal), después, que era obviamente una inglesa dando vida a Margaret Thatcher. En fin, internet crea y destruye leyendas, pero lo que no puede hacer es derribar a una gigante de la interpretación. Si acaso, aumentar el mito.
Hija de un ejecutivo farmacéutico y una editora artística, los orígenes más o menos lejanos provienen de Alemania, de donde su bisabuelo llegó con las maletas al nuevo mundo en el siglo XIX. Por parte de madre, también hay muchas raíces europeas no demasiado cercanas. Pero, al fin y al cabo, todo el mundo tiene raíces extranjeras en el país-mosaico. Así que no, más allá de sus genes, Meryl Streep no es de otra parte que no sea Estados Unidos.
Nacida en la gloriosa posguerra norteamericana, en plena ebullición económica de la que surgió como primera potencia del mundo occidental, pasó por la prestigiosa Universidad de Yale, recibió clases de ópera (que no cuajaron del todo, pero le permitieron flotar con algo de dignidad de embolados como Mamma Mia!), los primeros papeles comienzan en los años 70.
Tenía veintipocos años cuando ocurrió una de las anécdotas más citadas y celebradas, tal vez un pelín distorsionada, del encuentro con el famoso productor Dino de Laurentiis. El hijo de éste vio a Streep en el teatro y le gustó; le parecía que podía cuadrar para hacer el papel de la chica en King Kong. Al verla, De Laurentiis le dijo a su hijo, en italiano, que esta actriz era demasiado brutta (fea) para el papel. Y ella le contestó en fluido italiano que sentía no ser lo suficientemente bella. Después, afirma, se marchó en el metro a casa, pues andaba escasa de limusinas por aquel entonces.
Seguramente el poderoso productor tendría tiempo de arrepentirse, puede que durante un par de décadas o algo más. Poco tiempo después, ella ganaba un Emmy por la serie Holocausto (1978) inmersa en un drama personal por la enfermedad y muerte del que entonces era su pareja, John Cazale.
Lo demás es una historia que no ha parado de crecer. Y volvamos, como ejemplo, a sus acentos impostados, al parecer, con mucho acierto: danés/inglés en Out of Africa (1985), esa de la banda sonora interminable; inglés británico en La mujer del teniente francés (1981), Plenty (1985) y La dama de hierro (2011); polaco en La decisión de Sophie (1982), donde además hablaba alemán; italiano en A Prairie Home Companion (2006), irlandés en Tallo de hierro (1987) o duro acento del Bronx de Nueva York en La duda (2008).
Incluso, afinando ya la capacidad camaleónica, simuló el acento australiano con rasgos del inglés neozelandés. Dice en una entrevista, cuando le preguntan por la obviedad, si los acentos le ayudaban a entrar en los personajes: «Siempre me sorprendo por esta pregunta, ¿Cómo voy a hacer un papel y a hablar como yo?». Zasca.
Hagamos un intento de biografía a través de su extensísima filmografía: Después de su portazo a King Kong (chúpate esa, De Laurentiis) y su discreto debut en Julia (1977) donde la ganadora de mejor actriz de reparto fue Vanessa Redgrave, llegó Woody Allen con Manhattan (1979), donde en el papel de Jill ya se hizo con el premio de la Asociación de críticos de cine de Los Ángeles se postuló a los BAFTA como mejor actriz de reparto. La carrera empezaba a despegar con altos vuelos.
En Kramer contra Kramer (1979) el triunfo ya es rotundo. La cinta se llevó nada menos que cinco Oscar, incluyendo el de mejor película, mejor director, mejor actor a Dustin Hoffmann, mejor guion adaptado y mejor actriz de reparto para Meryl Streep (el famoso Oscar que al parecer ella se dejó olvidado en los baños hasta que alguien lo encontró y se lo devolvió). Ya los años ochenta comenzaban con La mujer del teniente francés, por la que fue nominada en los Oscar y se hizo con el BAFTA y un Globo de Oro a mejor actriz. La cosecha ya era muy abundante. Y llega La decisión de Sophie de Alan Pakula, donde la lista de premios empieza a ser engorrosa para enumerar, de Oscar para abajo.
El acierto de Meryl Streep para participar (y seguramente contribuir mucho al éxito) en proyectos cinematográficamente explosivos, a partir de ahí, es asombroso. En su catálogo figuran las famosas Memorias de África, La casa de los espíritus, Los puentes de Madison y docenas de filmes de éxito. Como curiosidad, incluso dio vida al personaje de Jessica Lovejoy en la serie Los Simpsons, que no es cosa menor.
Princesa de valores
Veamos qué dijo el acta del jurado que concedió el premio Princesa de Asturias de las Artes 2023 a Meryl Streep: Se le concede «por dignificar el arte de la interpretación y conseguir que la ética y la coherencia trasciendan a través de su trabajo, con la virtud de subrayar que los seres humanos, y concretamente las mujeres, deben latir y destacar a partir de su singularidad, de su diferencia».
Bien, este tipo de fallo parece, en su primera parte, evidente. Darle un premio por su brillante trayectoria y «ética y coherencia» podría ser obvio, pero hay que ver el contexto político en EEUU. Hay etapas muy dolorosas de la historia reciente de ese país, desde el segregacionismo y la lucha por los derechos civiles, pasando por la guerra de Vietnam y el macartismo. Y en la época actual, la batalla es ideológica y, vista desde Europa, muy de sal gorda.
Pero no lo es tanto al otro lado del Atlántico, con una población dividida, polarizada y enfrentada por los supuestos valores tradicionales. No es, ni siquiera, izquierda contra derecha, sino sistema contra antisistema; urgencia climática frente a negacionismo; ciencia frente a terraplanismo.
En este contexto, se produjo una agresión verbal y gestual intolerable del previsible candidato republicano a un periodista que rechazó sus mentiras. Y Meryl Streep salió en su defensa, porque los actores, en EEUU, son un foco de atención que se atreve a manifestar sus ideas: «Este instinto de humillar al de al lado, cuando es interpretado por alguien poderoso se filtra en la vida de todos, porque de algún modo da permiso para que otras personas hagan lo mismo», dijo la actriz en su discurso en la gala de los globos de Oro. Por supuesto, le cayó la del pulpo por parte de la extrema derecha.
Hay una segunda parte de ese breve párrafo del fallo de los Premios que merece también su análisis: cuando se refiere a los seres humanos y «concretamente a las mujeres», una acotación que apela también al contexto español. Si estamos inmersos, y lo estamos, en la pequeña revolución del #SeAcabó como parte de un movimiento mucho más global en los últimos años, es toda una declaración del jurado ponerse explícitamente del lado de la lucha por los derechos de las mujeres.
El «caso Weinstein»
Seguramente es indudable que la actriz ejerce el feminismo por convicción, o al menos así lo dicen sus palabras y actos públicos. Aquí hay que mencionar, no obstante, con todo el beneficio de la duda, que Streep ha sido cuestionada por parte del movimiento feminista del #MeToo en Estados Unidos por manifestar que no sabía que el productor Harvey Weinstein fue un depredador sexual durante décadas. ¿No lo sabía? ¿Ella nunca recibió insinuaciones? Por este motivo ha sido atacada duramente (han llegado a pegar carteles con su rostro y la leyenda «she knew», «lo sabía» tapando sus ojos), aunque lo cierto es que desconocer el delito, si de verdad es así, no le hace cómplice de nada.
También hay que ver de quién provienen los ataques, o al menos el cartel que apareció en las calles de Hollywood y en los alrededores de su casa. El entorno del trumpismo se vio maltratado, al parecer, en The Post: Los oscuros secretos del Pentágono (2017), una película producida y dirigida por Steven Spielberg que Streep protagoniza junto a Tom Hanks. La trama es una crónica de la decisión del diario The Washington Post de publicar los llamados papeles del Pentágono y una réplica a la Administración Trump por sus furibundos ataques a la prensa libre.
Es curioso, en este sentido, pero bastante revelador sobre la polarización del país que afecta a todos los estamentos, el enfrentamiento público entre los dos actores protagonistas de Los puentes de Madison: Streep y Clint Eastwood. El veterano actor daba un beneplácito implícito a Trump (no explícito) al hacer suyas las críticas al estamento político tradicional. «Estoy sorprendida, realmente lo estoy. Él es más, más sensible que eso", dijo la actriz al ser preguntada por el asunto.
Espíritu crítico
Pero sigamos con el fallo del jurado, que dice así: «A lo largo de cinco décadas, Meryl Streep ha desarrollado una carrera brillante, encadenando interpretaciones en las que da vida a personajes femeninos ricos y complejos, que invitan a la reflexión y a la formación del espíritu crítico del espectador». Sobre esto, desde luego, no hay duda. La versatilidad y compromiso de sus papeles está en cualquier filmografía básica. Es intachable, en este sentido.
Y a continuación, los miembros del jurado añaden: «La honestidad y responsabilidad en la elección de sus trabajos, al servicio de narrativas inspiradoras y ejemplarizantes, traspasan la pantalla y los escenarios con una impecable técnica interpretativa, armada únicamente con su gestualidad, voz y mirada». En cuanto a la elección de los trabajos, desde luego hay una labor muy inteligente en la que, suponemos, en la medida en que se iba haciendo famosa, ha podido tener cada vez más poder de decisión.
El mundo del cine, como cualquier otra industria, depende también de la oferta y la demanda; por tanto, en defensa de muchos actores hay que decir que en algún momento de su vida tuvieron que elegir entre la ética o el alimento. No ha sido el caso de Streep, aunque sí figuran algunos títulos no tan brillantes en el catálogo.
Por último, el texto que justifica el premio Princesa de las Artes de este año vuelve a la intrahistoria, a los fundamentos que dicen que un premiado no lo debe ser sólo por su tarea, por brillante que sea, sino que tiene que haber «algo más». Ese algo que ya se intuía en la primera parte, y que ahora se explicita: «Activista incansable a favor de la igualdad, con su talento y rigor ha posibilitado que diferentes generaciones disfruten de interpretaciones inolvidables, conquistando el respeto que este gran arte merece». Aunque se hace un poco de lío entre los necesarios valores y la capacidad de interpretación (que, como hemos visto en muchas ocasiones, no necesariamente van unidos), el fondo está ahí: no se puede separar un premiado y su ética.