La capital de Siero se convirtió durante los ochenta y noventa en el punto de encuentro de miles y miles de jóvenes hambrientos de fiesta
08 oct 2023 . Actualizado a las 05:00 h.Visto en perspectiva, fue una locura. Un pueblo que apenas tenía 10.000 habitantes se convirtió de repente en el punto de encuentro de miles y miles de jóvenes llegados de toda Asturias con hambre de exceso. La fiesta era los domingos. Todos los domingos del año. Y duraba hasta muy tarde. Y la gente trabajaba o iba a clase al día siguiente. Y nadie se lo perdía. Toda Asturias se acercaba. No solo Oviedo y Gijón, que están cerca. Venía gente de los municipios más alejados del centro. Tal era el poder de atracción de un fenómeno que no tiene pinta de volver a repetirse y que hoy cuesta explicar a quien no lo vivió. Los domingos de la Pola. Los «domingonos».
Pola de Siero (desde ahora, la Pola a secas) es una villa comercial y hostelera desde hace mucho tiempo. El mercado de los martes, con siglos de antigüedad, y su ubicación en el centro de Asturias han propiciado siempre una importante caída de gente a la localidad. Siempre ha sido un buen lugar para pasar el domingo. Hoy en día, sigue siéndolo. Hay una buena sesión vermouth y un montón de sidrerías cuyas terrazas se llenan con el buen tiempo. Pero ahora reina la cordura. Entonces, no.
Los ochenta
En los años ochenta del siglo pasado, la efervescencia juvenil que llegó con la democracia multiplicó las ganas de fiesta en toda España de forma exponencial. Pola de Siero no fue una excepción, pero el comienzo fue tímido. La discoteca Lóriga, abierta desde 1967 como sala de fiestas, era el referente a principios de los ochenta. El furor de la película «Fiebre del sábado noche», estrenada en 1978, estaba muy fresco todavía. Pero las cosas iban a cambiar muy pronto. La liberación de los horarios propició la aparición de los «pubs», los discobares, que cambiaron totalmente la forma de salir y divertirse en la localidad.
La Pola conservaba en parte su vena tradicional. La villa desoía en cierto modo los nuevos tiempos que invitaban a centrar todos los excesos en el sábado —emulando a Toni Manero, el memorable personaje encarnado por John Travolta— y dedicar los domingos a descasar o lidiar con la resaca. Y el discobar parecía acomodarse más a la idea de un domingo de fiesta, sin renunciar a lo que ofrecían las discotecas los sábados. Los «pubs» tenían música, pero seguían siendo bares, y al contrario que las discotecas, que normalmente cobraban entrada y te acaparaban a lo largo de una jornada, permitían ir de un lado a otro y sobre todo —eso marcó la diferencia— vivir la fiesta en la calle. El pub La Moto, situado en Les Campes, fue pionero.
La deriva de dos bares señeros se convirtió en ejemplo del cambio de paradigma de los ochenta: La Bodega de Máximo, un mesón tradicional que los domingos ponía música y atraía a un montón de jóvenes, y el JB, conocido popularmente como «El Jota», un bar de comidas que se reconvirtió e hizo sonar un montón de discos de vinilo entre sus cuatro paredes. Otros bares como El Refugio o el Pumarín atrajeron también a la gente más joven y registraron, un domingo sí y otro también, llenos absolutos, especialmente a primera hora de la tarde.
El primer gran aglutinante de la juventud de esta nueva era compuesto en su totalidad por discobares fue la calle Hermanos Felgueroso. La apertura, a mediados de los ochenta, del Gamusinos y, tras él, otros como el Papa’s, El Garaje, el Forfait, el Guateque, el Foque, el Boxes o el Yeyo’s (a la vuelta de la esquina, en la calle Ángel Émbil), convirtieron la calle en un hervidero todos los domingos del año. También empezaban a abrir otros en el casco antiguo. El Abre César, que acabó convirtiéndose en uno de los más longevos (echó el cierre en 2017) abría sus puertas en 1988 en la calle San Antonio. Junto a él, inauguraban la zona El Corredor, en la misma calle, y La Ferrería, en la calle Santa Ana. Después se incorporarían en esta calle otros clásicos como La Antojana o el Mashteo. Y a San Antonio, el Morrokoy (más tarde, La Nuit). En esas fechas, la fama de la Pola empezaba a cobrar forma, poniendo los cimientos de la explosión de gente que llegaría unos pocos años más tarde.
Irónicamente, a partir de 1988 sonaría en algunos locales «indies» de la villa la canción «Every Day Is Like Sunday», de Morrissey, que describía los domingos como días silenciosos y grises. Y en los más convencionales, alguna de las canciones del álbum «Descanso dominical», de Mecano.
Nada más lejos de la realidad.
Los noventa
La entrada en los años noventa estuvo acompañada de un crecimiento extraordinario. A decir verdad, los «domingonos» propiamente dichos, aquellas riadas de gente que llegaban a tomar el casco antiguo y varias calles aledañas, ocurrieron ya entrados los noventa. Antes, los domingos había gente. En aquel momento, no cabía un alfiler. La efervescencia era máxima. Las calles estaban plagadas de discobares, y había días en que era difícil acercarse a la barra a pedir. En la cima de los «domingonos» llegó a haber en torno a 50 locales. Y con ellos llegó la diversidad.
El Cubano, situado estratégicamente en el paso de Hermanos Felgueroso a la calle San Antonio, fue uno de los clásicos de aquella década. En él, además de la música del momento, podían atisbarse ecos de la tradición musical de la Pola. Cualquiera que se asomase a última hora podía verse sorprendido al oír, una vez que terminaba la música para bailar, canciones como «Alfonsina y el mar», interpretada por Mercedes Sosa, o el himno del Sporting, compuesto precisamente por un poleso, Falo Moro.
La música «indie», que se puso muy de moda en aquellos años aunque seguía siendo en cierto modo minoritaria, tuvo en la Pola dos grandes templos: La Verja y La Biblioteca, donde la gente se aglutinaba, entre otras cosas, para escuchar la música popera, ruidosa o de baile según el caso. Durante muchos años, la fiesta acababa en la calle Florencio Rodríguez. Allí se encontraba un discobar, el Notturno, que era un canto a la locura. Estaba abierto hasta altísimas horas, y no era raro encontrarse tanto en su interior como en la calle o en las escaleras de la antigua Casa de Cultura un montón de gente dispuesta a olvidarse de que al día siguiente tenía que trabajar o cumplir con cualquier otra obligación.
El declive
El declive de los «domingonos» fue paulatino pero implacable. Entre los factores que mucha gente atribuyó a la caída está el aumento de los controles de alcoholemia. En los noventa, llegaba gente en coche de todas partes, a pesar de que las carreteras eran mucho peores que las actuales. La Autovía del Cantábrico no inauguró la mayoría de sus tramos hasta ya entrado el siglo XXI. Cuando empezó a haber cada vez más controles, mucha gente protestó. Eran otros tiempos. Hoy la tasa de alcoholemia está en 0,25 miligramos por litro de aire. No hay que olvidar que, hasta 1989, el mínimo para dar positivo en un control estaba en 0,8 mg/l. Esa tasa hoy está considerada delito penal. Las cosas han cambiado mucho desde entonces. En 1989, se redujo a 0,50 mg/l, pero durante muchos años el control en las carreteras no fue tan exhaustivo como lo es ahora. Además, hasta 1996 uno se podía negar a hacer la prueba. Solo desde ese año negarse se convirtió en delito.
También se achacó el declive al aumento de precios propiciado, por una parte, por la llegada del euro —que al sustituir a la peseta en 2002 disparó el precio en casi todos los productos, mientras que los sueldos se ajustaron al cambio establecido de 1 euro=166,386 pesetas— y, por otra, por los crecientes impuestos a las bebidas blancas.
El caso es que, aunque en los dosmil todavía hubo resistentes —entre ellos, el Gasoline (antes, El Corredor) y El Gato Tuerto, que además de discobares también hacían las veces de clubes y organizaban monólogos y actuaciones— la caída se había vuelto ya imparable.
Con el tiempo, la mayoría de los discobares cerraron de forma estrepitosa, y otros se reconvirtieron para acomodarse a los nuevos tiempos. Quizá el caso más sonado de supervivencia y adaptación sea el de El Mini, que estaba ya en los años gloriosos y que, con el cambio de paradigma, se ha integrado perfectamente en el paisaje más sidrero y menos noctámbulo de la Plaza de Les Campes.
La noche del domingo —en realidad, cualquier noche— había dejado de ser rentable para la mayoría. Tuvieron que pasar unos cuantos años para que abrieran nuevos discobares, que tenían otro concepto bien distinto: mucho más tranquilos, para gente no tan joven y con unos horarios bastante más razonables.
En los años de bonanza, cualquier discobar que abriese sus puertas tenía casi asegurado el lleno los domingos. No hacía falta hacer gran cosa. Ahora, triunfar con esa fórmula es bastante mas difícil. El día ha vuelto a reinar. Los domingos en la Pola siguen siendo buena idea, pero ha vuelto la cordura. Los «domingonos» se han ido para siempre, convertidos en sustento inagotable de los adictos a la nostalgia.