Las enfermedades víricas son difíciles de combatir una vez que han invadido el organismo, y las vacunas son la mejor forma de abordarlas
24 feb 2023 . Actualizado a las 16:20 h.El médico e inmunólogo Peter Medawar decía el siglo pasado que «un virus no es más que un pedazo de ácido nucleico rodeado de malas noticias». Lo cierto es que los virus son microorganismos esquivos y difíciles de combatir, como ha quedado demostrado en los últimos años con la irrupción del tristemente famoso COVID-19. El microbiólogo Pol Beltrán define el virus como «un agente infeccioso que solo puede multiplicarse dentro de las células de otros organismos». Los virus, por tanto, serían «parásitos que necesitan infectar a organismos para completar su ciclo de desarrollo».
Esta condición parasitaria, y el hecho de que no posean estructuras celulares, entre otras razones, hacen que parte de la comunidad científica ni siquiera los considere seres vivos. No obstante, hay muchos otros científicos que sí creen que lo son, y el debate sigue abierto.
Más allá de esa cuestión de identidad, lo importante es cómo afectan los virus a los seres humanos. Hay miles de variedades de virus, y la mayoría son inocuos para el organismo humano. Pero un buen número de ellos sí suponen una amenaza en forma de enfermedad, y resultan difíciles de combatir, en primer lugar por su reducido tamaño y, también, por su capacidad de «camuflarse» y de superar las defensas de los organismos.
La lucha contra los virus ya había empezado antes incluso de que se los conociera como tales. Edward Jener y Louis Pasteur, dos eminentes científicos del área de la microbiología, ya luchaban contra ellos sin haberlos siquiera identificado. El primero desarrolló la vacuna contra la viruela, y el segundo, la vacuna contra la rabia. Aunque ambas enfermedades tienen un origen vírico, los promotores de las vacunas no pudieron identificar los virus que estaban detrás de ellas porque la tecnología no había avanzado lo suficiente. Los microscopios ópticos estuvieron limitados durante años para observar los virus, debido a su reducido tamaño. Un virus puede ser hasta cien veces más pequeño que una bacteria, y aunque los microscopios ópticos llegaron a avanzar lo suficiente para detectarlos, actualmente su detección se hace con microscopios electrónicos.
Los virus son difíciles de combatir una vez que se ha producido la infección. Lo más eficaz suele ser la vacunación. Enfermedades como las mencionadas viruela y rabia, varios tipos de hepatitis, el sarampión, las paperas, la rubeola o algunos tipos de herpes se combaten con mucha eficacia con vacunas. Otras como la gripe tienen una mayor dificultad por la capacidad que tiene el virus para mutar, que le resta eficacia con el paso del tiempo.
A continuación, nos detendremos en algunas enfermedades víricas que, por distintos motivos, han tenido mucha resonancia en nuestra sociedad.
Catarro o resfriado común
Todo el mundo ha sufrido alguna vez enfermedades víricas. Entre las más comunes están las respiratorias. El catarro o resfriado común tiene origen vírico y, cuando se sufre, la medicación solo sirve para reducir los síntomas, pero no para acabar con la enfermedad, que se curará con el tiempo y de forma espontánea. De ahí el dicho que reza: «El catarro: si lo curas, siete días; y si no, una semana». De hecho, muchos médicos desaconsejan la mayoría de los medicamentos contra el catarro, sobre todo en edades tempranas, porque los efectos secundarios que pueden acarrear no compensan su acción contra la enfermedad, que se limita a hacerla más llevadera.
Los medicamentos contra los virus tuvieron un hito en la segunda mitad del siglo pasado con la aparición del VIH, que provoca el llamado Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida (SIDA). El VIH es un retrovirus, un tipo de virus que, por su forma de extenderse en el organismo, tiene una alta variación genética a la hora de reproducirse y es muy difícil de combatir. El SIDA fue mortal durante muchos años porque hubo grandes dificultades para dar con un tratamiento que hiciera frente a estas características mutables del retrovirus. Pero, con el tiempo, la investigación avanzó y aparecieron varios medicamentos antirretrovirales que, si bien no lograron curar la enfermedad, sí consiguieron hacerle frente de una manera lo suficientemente eficaz para garantizar, en primer lugar, la supervivencia de quienes padecen el SIDA y, en segundo lugar, mejorar paulatinamente su calidad de vida. Hoy el SIDA no tiene cura pero ya no es una enfermedad mortal. Ha pasado de ser una dolencia mortal a una dolencia crónica.
Ébola
Se trata de una zoonosis, es decir, una dolencia que se transmite de forma natural de algunos animales a los seres humanos. El virus apareció por primera vez en 1976 en África. La enfermedad brotó ese año en Sudán del Sur y la República Democrática del Congo. Posteriormente, ya entrado el siglo XXI, hubo un brote entre los años 2014 y 2016 en el África occidental, que fue el más mortal de la historia con más de 11.000 fallecidos.
La enfermedad de ébola se transmite a través del contacto con la sangre, las mucosas o los fluidos corporales de personas infectadas, y tiene un alto índice de letalidad. Este índice, que mide el porcentaje de fallecidos respecto al total de infectados por la enfermedad, se sitúa en el ébola en torno al 50 por ciento. La enfermedad es muy agresiva. El virus se replica muy rápidamente y afecta a las células del sistema inmunológico, y daña, muchas veces de forma irreversible, la sangre y los órganos vitales.
La lucha contra el ébola ha avanzado mucho, y desde 2019 existe una vacuna que previene la enfermedad de forma muy eficaz. Y, por otra parte, es necesario emprender también otro tipo de acciones preventivas. La Organización Mundial de la Salud aconseja evitar el contacto físico estrecho con pacientes y utilizar guantes y equipo de protección personal adecuado para atender a los enfermos en los centros hospitalarios o en el hogar, así como lavarse las manos con regularidad tras visitar a enfermos o cuidarlos en el hogar. También llama la atención sobre el riesgo de transmisión sexual, que obliga a procurar las prácticas sexuales seguras, con protección suficiente y con mucho cuidado de la higiene; la inhumación rápida y segura de los cadáveres, la identificación de las personas que puedan haber estado en contacto con alguien infectado por el virus o la separación de los enfermos y las personas sanas para evitar una mayor propagación.
La pandemia cuyas consecuencias estamos viviendo hoy es un ejemplo, por una parte, de lo que suponen la globalización y el aumento exponencial del contacto entre ciudadanos de países de todo el planeta para la aparición y expansión de enfermedades contagiosas, que están aumentando en peligrosidad e impacto con el paso de los años.
Y, por otro lado, ha puesto de manifiesto la velocidad a la que avanza la investigación científica y la solución de problemas graves. Si, por ejemplo, comparamos la velocidad de detección del patógeno de la COVID-19 con el del SIDA, la diferencia es abrumadora. El VIH tardó en aislarse cerca de dos años después de que apareciesen los primeros infectados, mientras que el coronavirus se detectó en unos pocos meses.
La enfermedad, que afecta sobre todo a las vías respiratorias pero que puede dañar también el corazón, los riñones, el cerebro o la piel, causó numerosas muertes y cambios sociales importantes a nivel mundial, y puso de manifiesto, además, lo difícil que es luchar contra los virus. Algunos hábitos que son buenos para evitar el contagio de numerosas enfermedades, como el uso de mascarillas en los centros de salud y hospitalarios o la higiene y desinfección en numerosos ámbitos, quizá puedan considerarse, en cierto modo, consecuencias relativamente buenas dentro de la gravedad que supone hacer frente a una pandemia de estas dimensiones.
En cualquier caso, los virus que conocemos podemos tomárnoslos como una llamada de atención para mejorar nuestra higiene y nuestros hábitos y hacer frente de forma preventiva a enfermedades siempre complicadas que, una vez nos afectan, son muy difíciles de combatir.