Ana Cuartas, violada por su padre desde los 3 a los 17 años: «Aunque le pusieran cadena perpetua jamás compensaría el daño que me ha hecho»

Marta Otero Torres
marta otero LA VOZ

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XOAN A. SOLER

Ha rehecho su vida en Galicia, con graves secuelas psicológicas, y ahora denuncia que su agresor quiere que revisen su condena con la ley del «solo sí es sí»

29 nov 2022 . Actualizado a las 21:11 h.

La primera vez que Ana Cuartas denunció públicamente que su padre la violó desde los tres años hasta los 17 la prensa le preguntó cómo quería hablar, si de frente o de espaldas. Eligió lo primero y con la cabeza muy alta, hoy sigue reclamando justicia después de un infierno en el que hubo varios intentos de suicidio. «Creo que la vergüenza la tienen que sentir los agresores y los cómplices, no las víctimas», comienza. Su dura lucha para conseguir una condena no se compensó con la corta pena que le impusieron a su progenitor, y el dolor se reaviva ahora con la revisión de penas de la ley del «solo sí es sí».

Es volver otra vez a las tinieblas. «Ahora otra vez me veo envuelta en abogados y apelando a lo que mi padre pide, que es la libertad», lamenta. Es tener que revivir todo, esas secuelas que te quedan de por vida: «Es rabia, impotencia, frustración. Se me ha vuelto a cerrar el estómago, no duermo por la noche. El otro día hice un directo con una televisión y en plena entrevista me disocié: me estaban preguntando y no sabía qué me acababan de preguntar ni quién me había preguntado. Pero como tengo el modo avión puesto pude salvar».

La historia de Ana es de esas que deja sin aliento. Duele pensar en el pavor de esa niña pequeña, atacada por quien debería protegerla. «El primer recuerdo que guardo fue con tres cuatro años de edad -explica- cuando me intentó penetrar, pero yo estoy segura de que todo empezó mucho antes, porque no quería quedarme con él a solas». La peor de las pesadillas se prolongó en el tiempo, durante años, y como ella al crecer se rebelaba llegaron los golpes y las amenazas.

«Mi padre es una persona muy violenta, tenía bastones encima del armario, y también un machete que casi le clava a una tía mía en una discusión, si no llegan a cerrar la puerta a tiempo. Yo le tenía miedo, es una persona muy autoritaria. Te decía: ‘si yo te mando cagar en el medio del pasillo pues vas y lo haces'».

Su última paliza se la dio en el 2003, con 23 años, por no querer ver una película en la televisión. «Tuvo que venir una ambulancia a buscarme al domicilio que teníamos en Oviedo. Ingresé a las diez y pico de la noche por urgencias, el médico denunció y a las doce menos cuarto me dieron el alga y me mandaron a casa con mi agresor».

Ana ni siquiera pudo buscar ayuda en su madre. «Ella era una mujer muy sometida, al verlo ahora yo creo que se evadía trabajando. Tenía una peluquería y muchas veces estaba hasta las dos de la mañana trabajando». Por eso, quien se encargaba de los niños —de Ana y sus dos hermanos— era el padre, que tenía las tardes libres. «Yo no creo que mi madre supiera lo que estaba pasando —relata—, aunque cuando me hizo la herida genital yo era una niña de tres o cuatro años. En ese momento tenía que hacerme curas con agua y Betadine, y es verdad que si yo hubiera sido mi madre le hubiera preguntado eso a qué era debido. Pero mi padre es un psicópata y un manipulador, así que es capaz de hacerte creer cualquier cosa».

Ana cree que su madre se enteró de verdad en el 2010, cuando ella logró grabar una conversación en la que le sacó una confesión a su padre. «Ella, tras escuchar esa grabación, se dio con la realidad de frente y en el 2011 se separó. Me pagó todo el tema legal». Pero también cometió errores. «Recuerdo que en el 2003, cuando mi padre me dio la paliza, mi madre estaba delante y su única preocupación en la ambulancia era que no contara lo que acababa de ocurrir en casa. Pero yo creo más bien porque ella estaba sometida», justifica.

A día de hoy, Ana no sabe con seguridad si su hermano mayor y su hermana pequeña, que falleció de cáncer en el 2009, pasaron por lo mismo. Pero intuye que sí. «Si me pides mi opinión personal estoy segura de que mis hermanos pasaron por ello, pero no tengo pruebas. Cuando hay un agresor no hay una sola víctima, y, además, hubo gente que cuando estaba en pleno proceso judicial me comentaron que siendo ellos unos niños mi padre les daba revistas pornográficas y cosas parecidas, pero esa gente por vergüenza no quiso ir conmigo a declarar».

Cuando le preguntan qué tipo de justicia querría para su padre, lo tiene muy claro: «Te soy muy sincera, si le ponen cadena perpetua no iba a restaurar jamás el daño que a mí me hizo. Ni todo el dinero del mundo tampoco».

Pero la realidad es otra muy distinta. «El problema es que las penas son muy bajas —explica—. A mi padre le aplicaron la cuasiprescripción, que se llama, y le pusieron la pena mínima porque ya había transcurrido el 90 por ciento del tiempo para denunciar. Encima tuvo privilegios a la hora de escoger —si el juicio se celebraba a puerta abierta o a puerta cerrada— y también escogió por qué código penal iba a ser juzgado, porque los hechos transcurrieron durante tantos años que había varios en vigor. Fue juzgado a la carta, y ahora encima se puede acoger a la nueva ley porque los delitos mínimos son más bajos y me dicen que incluso podría pedir responsabilidades civiles por haber estado de más en la cárcel».

Ella ahora solo desea que el Tribunal Supremo se pronuncie al respecto. Y reflexiona: «No entiendo el código penal de España, que beneficia al reo. Ni que los condenados se puedan acoger a todas las leyes que salgan y les beneficien en algo. Eso hay que cambiarlo, pero ya».

Tampoco entiende el agravio comparativo de que las víctimas no se puedan acoger a la ley Rhodes, para proteger a la infancia frente a la violencia. «Me escribe mucha gente con casos que han prescrito y que no lo hubieran hecho si se hubieran podido acoger a esta ley. Menores de edad que tienen que declarar una y otra vez y que solamente hubieran declarado una vez porque ya habría sido una prueba preconstituida».

Ana Cuartas ha encontrado su rincón de paz en Galicia. «En el 2003, en octubre, me fui a Madrid, y de allí me destinaron aquí con una multinacional». Está casada y tiene dos hijos, una niña de 15 y otro de 10, que saben «absolutamente toda» su historia. ¿Se puede decir que encontró la felicidad? Eso no es tan fácil. «Aunque yo tenga una vida más o menos normal —lamenta—, eso no se cura nunca, el estrés postraumático me acompañará siempre: Si alguien dice una palabra, huelo un perfume, estoy siempre en hiperalerta. En épocas de estrés me salen llagas brutales en la lengua hasta el punto de no poder hablar, somatizo mucho todo, tengo miedo a la oscuridad, terrores nocturnos... Las secuelas son de por vida».