
Vamos a ver hasta dónde llegan los trabajos en curso para la reforma del Estatuto de Autonomía, que está promoviendo el Gobierno del Principado de Asturias, en conversaciones iniciales con todos los Grupos Parlamentarios de la Junta General, excepto Vox. Se trataría de la reforma que albergaría, entre otros cambios de calado, el reconocimiento del carácter oficial de la lengua asturiana y la fala eonaviega, en su respectivo territorio. En la práctica, no quedan tantos meses de Legislatura y, para que la reforma prospere, además de obtener el voto favorable de 3/5 de los diputados de la Junta General, necesitará superar la tramitación en las Cortes Generales, propia de las leyes orgánicas, y, por lo tanto, la mayoría absoluta en el Congreso de los Diputados y el Senado. De persistir el rechazo del PP a la reforma, el disputado voto no será sólo, a fin de cuentas, el del Diputado de Foro que puede inclinar la balanza en el parlamento asturiano, sino también el de la constelación de fuerzas y sus representantes con las que el Gobierno central ha venido contando (con altibajos) en ambas cámaras. El tiempo apremia para que el proyecto inicie su recorrido y se necesitará cierta estabilidad y alianzas firmes en ambos escenarios (autonómico y estatal) para que llegue a buen puerto.
El del estatus jurídico de la lengua asturiana y la fala eonaviega es, de entre aquellos que son objeto de la reforma, el debate que más centra la atención de las fuerzas políticas y, seguramente, la apuesta más arriesgada que el Presidente autonómico realiza en este mandato. En efecto, la emotividad del asunto, las mixtificaciones, la desinformación, el tacticismo y las comparaciones forzadas, predominantes en el enrarecido clima de la política española, achican el espacio para un acuerdo amplio, que sería ciertamente deseable y despiertan recelos en una parte no pequeña de la población. El riesgo de desgaste para el Presidente es, por lo tanto, real, y se juega bastante en el envite, que responde, en todo caso, a su compromiso electoral. La posición tajantemente opuesta de C’s y del PP (aparte de la hostilidad abierta de Vox, harina de otro costal), que de momento apuestan a acrecentar esa potencial erosión, no parece que vaya a flexibilizarse, pese a que el PP bien tendría credenciales a su favor en esta materia, ya que bajo su única mayoría relativa en la trayectoria autonómica se aprobó la Ley 1/1998, de Uso y Promoción del Bable/Asturiano (en el marco de sus acuerdos con el desaparecido Partíu Asturianista) e incluso propuso en su momento la llamada «cooficialidad diferida» (es decir, que el Estatuto abriese la posibilidad a que un acuerdo posterior en la Junta General declarase la oficialidad, sin necesidad de nueva reforma estatutaria).
El punto de partida, sin embargo, es bastante claro. Por una parte, el régimen jurídico actual, de lengua tradicional dotada de políticas de protección que conciernen principalmente a la Administración autonómica (no tanto a las entidades locales ni a la Administración periférica del Estado) no contempla suficientemente los derechos lingüísticos de los hablantes y reduce el alcance de las políticas de promoción a la voluntad política cambiante. Bien es cierto que el uso del castellano como lengua de comunicación en el registro formal es masivamente pacífico (el «conflicto lingüístico» es, por lo tanto, de baja intensidad), y salvo en el Navia-Eo, donde el uso de la fala como lengua habitual es mucho más fluido, para la mayoría de la población el empleo del asturiano se queda en giros o expresiones o en la hibridación (el «amestao») con el castellano dominante. Por otra parte, esa realidad sociolingüística, de rápida minorización de la lengua asturiana, y la homogenización cultural de nuestro tiempo (que, por cierto, también resta terreno al castellano frente al inglés, véase lo que sucede en el ámbito científico, tecnológico o económico) pone en riesgo la mera supervivencia del idioma regional en apenas unas décadas (más allá de ser objeto de estudio y cultivo literario) y, a la par, impide aplicar automáticamente esquemas propios de otros territorios, que resultarían desacompasados a esa situación; algo que, por cierto, hubiera sido bien distinto hace treinta o cuarenta años.
En este estado de cosas, la disyuntiva que se abre, y es probablemente la última oportunidad, es también bastante clara. Podemos aceptar que prosiga un proceso de dilución y pérdida del patrimonio lingüístico propio, y, a su vez, de insuficiente garantía de los derechos lingüísticos de los hablantes de asturiano. Las razones para ello ya han sido frecuentemente aducidas: comporta un coste económico y de oportunidad que no necesariamente generará actividad productiva que lo sufrague; el proceso de desaparición de las lenguas minoritarias es hasta cierto punto inevitable en el entorno global; no responde a una inquietud social mayoritaria o, por lo menos, prioritaria; genera controversias que hasta ahora no se habían planteado (su uso en la educación, la Administración), etc. Por no hablar de los argumentos más agresivos, que ya merecen menos consideración, pues hay que vivir muy fuera de la realidad asturiana para negar materialidad y existencia a nuestra riqueza lingüística o para temer un nacionalismo identitario que nada tiene que ver con nuestra idiosincrasia.
Pero, al contrario, podemos escoger como alternativa asegurar mediante el instrumento jurídico posible, el estatus oficial, los derechos lingüísticos de los hablantes de asturiano, y garantizar su uso como medio normal de comunicación sin menoscabar los derechos de quienes no deseen emplearlo. El establecimiento de un modelo propio para Asturias, que nada tenga que ver con la inmersión lingüística, que respete las libertades de los hablantes de una u otra lengua, que determine obligaciones graduales y asumibles para los poderes públicos pero no imposición para los ciudadanos, es perfectamente posible. Los recelos razonables que se plantean, pueden ser igualmente abordados y, si fuese necesario, contemplados en el propio texto estatutario, no sólo en cuanto a la garantía de no discriminación (como ya contemplan algunos Estatutos al señalar que «nadie podrá ser discriminado por razón de la lengua»), sino más allá, si eso permite ensanchar la base de apoyo o aportar seguridad a quienes desconfíen de las consecuencias futuras de la reforma. Por ejemplo, dejando sentado (quizá haga falta expresarlo con más claridad) que, con carácter general, no será requisito el conocimiento del asturiano para el acceso al empleo público; que la voluntariedad seguirá siendo el criterio principal en la enseñanza de la lengua más allá del aprendizaje básico (en la práctica, unir en Primaria las asignaturas de lengua y cultura asturiana, hoy separadas, algo perfectamente cabal, nada sustancialmente intrusivo y cuestión a concretar a posteriori); o que el despliegue de recursos y medios para la promoción del asturiano y para asegurar los efectos de la declaración de oficialidad en su uso como medio normal de comunicación (junto al castellano) en la relación entre los poderes públicos y los ciudadanos, será progresivo, sujeto a las disponibilidades presupuestarias y, en los procedimientos individuales, a la voluntad del interesado.
La llamada «oficialidad amable» no es la cuadratura del círculo sino la aplicación del sentido común y la definición de un modelo ajustado a nuestras características sociolingüísticas. Es jurídicamente viable aunque difiera del modelo seguido por otras Comunidades y pueda requerir fijar adicionalmente ciertos contornos en el texto estatutario. Responde al debido respeto a los derechos y libertades de todos los asturianos, también de los hablantes de lengua asturiana y de la fala eonaviega, naturalmente. Es la configuración moderada y sensata de una política lingüística integradora, asignatura pendiente hasta hoy.
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