Si el año pasado reconocíamos la labor de los que lucharon contra la pandemia, este año rendimos homenaje a los que doblegaron al virus con la vacuna

GUILLERMO GUITER

Dos años después del inicio de la pandemia de covid-19 en una lejana ciudad de China, ¿podemos decir que la hemos vencido, que todo ha terminado ya? Los científicos opinan, en general, que tal vez no, pero que hemos comenzado a doblegarla. Al menos en una parte del mundo, lo que tampoco es decir mucho. Y hemos aprendido a convivir con ella. Esta ha sido nuestra lección más dura, pagada con cuatro millones y medios de muertos, una lista que no para de crecer junto a un incalculable daño económico.

Toda la ira, todo el dolor, todo el caos y el desconcierto han dado paso a un estado que oscila entre la esperanza y la resignación. La rebelión contra lo inevitable fue en su momento un motor muy poderoso que nos impulsó a salir a los balcones y a combatir en las UCIs; la costumbre no inmuniza contra el virus, aunque sí aplaca la ansiedad. El balance de estos dos largos años, de hecho los más largos de nuestra historia reciente, podría ser mejor. Desde luego, también mucho peor.

 De la defensa al ataque

Si 2020 lo tituláramos como el año de la defensa (y la indefensión), los Premios Princesa de Asturias reconocían en la labor de los trabajadores sanitarios nuestra primera línea de contención ante el abismo. No suele ser prudente recurrir a las metáforas militares, no obstante, en este caso estaría bastante justificado nombrar este año 2021 como el del contraataque.

Algunos de los mejores cerebros del mundo se han ocupado de ello con toda su energía y su brillantez. Y no fueron políticos, ni funcionarios bien pagados, no fueron soldados, ni sacerdotes, ni influencers, ni filántropos, no fueron sobrevalorados deportistas. Fueron nada más y nada menos que desconocidos científicos, esos que construyeron las vacunas contra la covid-19 con su esfuerzo callado de décadas, estudiando, ensayando, usando lo único valioso que tiene el ser humano: la inteligencia.

 Origen y estallido

Hace casi dos años, en una ciudad que la mayoría de los occidentales ni siquiera habíamos oído nombrar antes (aunque es más grande que la mayoría de las capitales europeas), se declaraba el primer caso de la primera pandemia de este siglo. La ciudad era Wuhan y la enfermedad, causada por un diminuto organismo, se conocería más tarde como covid-19.

La onda expansiva de este particular coronavirus (uno de ellos, pues pertenece a una familia numerosa) fue asombrosa, tan rápida como los aviones que surcan a diario los cielos de un continente a otro. Lo caracterizan dos rasgos: su gran capacidad para instalarse en nuevos huéspedes (contagio) y una relativamente alta letalidad; pequeña si se compara con el ébola, pero mucho más elevada que la gripe, por ejemplo. Después se han venido produciendo mutaciones que lo han hecho aún más transmisible, si bien no está claro que produzca más muertes.

Otra de las claves de su rápida expansión es el tiempo de latencia que existe desde que el huésped se contagia hasta que se manifiestan los síntomas, un periodo que puede ser de varios días. Mientras tanto, la persona portadora no sabe que está enferma y sigue contagiando a otras, lo que hace crecer logarítmicamente la pandemia.

Una mezcla de secretismo por parte de un gobierno chino totalitario que no destaca precisamente por su transparencia (a día de hoy sigue insistiendo en que solo ha tenido 4.500 muertes en total por covid-19); de incredulidad y apatía por parte del resto del mundo; de confusión, de estupidez política en casos conspicuos como Brasil, Reino Unido o EEUU, de incompetencia, ignorancia e imprevisión, se mezclaron en una coctelera y dieron como resultado la peor crisis sanitaria y económica que ha vivido el planeta en décadas.

De China saltó a Europa y Estados Unidos con tanta rapidez debido a que, precisamente, son los ciudadanos de los países industrializados los que más viajan. Es irónico que los estados pobres tardaran más en recibir el virus e incluso muchos de ellos apenas hayan tenido incidencia hasta ahora. Según la web WorldMeter, el número de casos detectados en África, por ejemplo, apenas pasa de ocho millones, mientras que solo en EEUU ya superan los 44 millones con una población mucho menor. Siempre teniendo en cuenta que numerosos países del continente africano no pueden pagar siquiera los métodos de detección, claro está.

Aún así, en el segundo estado más poblado de la Tierra, que es India, el número de muertos por millón de habitantes es de 322. (El primer país en población en China, que declara la ridícula y difícilmente creíble cifra de 3 muertos por millón, un total de 4.636 fallecimientos reconocidos). En la mayoría de las naciones europeas, la tasa supera los 1.000 muertos por millón y dobla esa cifra en países como Italia y Reino Unido. En España, el Gobierno reconoce algo más de 86.000 muertos que las estadísticas de los registros (el conocido como índice MoMo, o exceso de mortalidad) elevarían hasta en un 8%. Esto ocurre porque en los primeros meses del confinamiento, a partir de marzo de 2020, llegó un momento en que algunos registros civiles no eran capaces de procesar el enorme número de muertos que se producía diariamente.    

Italia y España sufrieron especialmente el azote de la covid-19 al principio. En nuestro país, durante la primera oleada se llegaron a contabilizar casi mil muertes por día. Cifras ciertamente escalofriantes, más aún si tenemos en cuenta el colapso que llegaron a sufrir los hospitales.

¿Por qué la edad es un factor muy influyente en la mortalidad? Aún no hay una respuesta clara y, si bien hubo muertos en todos los grupos etarios, más del 90% de los fallecimientos se produjo en mayores de 70 años. Tampoco se detectaron diferencias significativas entre diferentes grupos humanos, mujeres u hombres, ni entre verano o invierno, norte o sur. Es un virus oportunista y se siente cómodo en todas las situaciones donde hay contacto humano, especialmente cuando se niega su existencia.

 ¿Nadie lo vio venir?

La respuesta es que sí, que hubo gente que sí vio venir la pandemia. Y no por adivinación, sino porque llevaban muchos años trabajando con agentes patógenos que podían generar esta pandemia o una mucho peor. De hecho, durante el siglo XX el mundo sufrió dos que en algunos aspectos fueron más devastadoras: la mal llamada gripe española durante la primera guerra mundial y el SIDA o Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida.

La primera arrasó con un número todavía desconocido de vidas humanas. Los cálculos más optimistas calculan que fueron 50 millones. Otras estimaciones doblan ese número y, además, en una población mundial que era de 1.800 millones de personas. Para hacernos una idea, la covid-19 se ha llevado por delante, a día de hoy, unos 4,5 millones de almas, menos de una décima parte que la gripe de 1918, y en un censo actual aproximado de 8.000 millones. Pero siguen siendo 4,5 millones de familias devastadas en dos años.

En cuanto al SIDA, también la cifra es escalofriante: 40 millones de muertos, si bien ese dato se refiere al azote de la enfermedad durante cuatro décadas; un millón por año, de promedio. Aún sigue haciendo daño y, pese a que se han logrado enormes avances en el tratamiento y control de la enfermedad, no se ha descubierto una vacuna.

Por tanto, sí, muchos científicos vienen investigando desde hace un siglo cómo enfrentarse a patógenos que potencialmente pueden causar pandemias. Velan por la especie humana y deben ser reconocidos, aunque no lo hayan buscado. Siete de ellos han sido galardonados este año con el premio Princesa de Asturias de Investigación Científica y Técnica.

 Recomponer el presente

En 2020 entramos en shock cuando la covid-19 irrumpió en nuestro universo. Dejó de ser una cosa lejana para convertirse en una película apocalíptica a la puerta de casa: calles vacías, comercios cerrados, soldados enmascarados patrullando las calles, enfermos en los pasillos de los hospitales. Muertos sin recibir atención médica en las residencias sanitarias. Muertos lejos de sus familias, que nunca podrán ser consoladas.

Sin embargo, la rapidísima obtención de varias vacunas viables y efectivas empezó a dar luz entre tanta tiniebla. Nada es perfecto en la actividad humana, claro está: el egoísmo, la codicia y la ignorancia van siempre de mano de grandes éxitos como este. Naturalmente, para las grandes empresas farmacéuticas supuso un enorme (y legítimo) negocio, ante la incapacidad de las administraciones públicas para invertir y dar una solución antes que las compañías privadas.

Por tanto, empezamos a disponer casi simultánemente de al menos cuatro vacunas bastante fiables de otras tantas empresas (Pfizer, Moderna, AstraZeneca y Janssen), mientras en otras partes del mundo se aplicaban viales más o menos dudosos y bajo sospecha de maniobra propandística, como es el caso de la china Sinovac o la rusa Sputnik. Ambas han tenido un discreto declive en el panorama internacional.

Pero el verdadero salto tecnológico, la gran oportunidad que impulsó esta crisis, fue el nacimiento de una nueva generación de vacunas y medicamentos basados en algo llamado ARN mensajero, tras una gestación de al menos una década. Terapias e inmunización basadas ya no en virus atenuados o modificados, como era tradicional, sino en fragmentos de las cadenas de proteínas que forman nuestra propia existencia. En pequeñas partes del libro de la vida, mensajes que el organismo humano sabe leer e interpretar.   

 Y ahora, ¿qué?

Ya teníamos, pues, vacunas probadas, eficaces y altamente seguras. Se produjeron efectos no deseados, en un pequeño porcentaje graves e incluso mortales (que se miden en unos pocos casos por millón, o menos) al parecer relacionados con la inyección. Lamentablemente, ningún avance es gratuito, ni siquiera las medicinas menos sofisticadas están libres de peligro. Sin embargo, a día de hoy los científicos tienen la certeza de haber salvado miles, tal vez millones de vidas gracias a la vacunación masiva.

La segunda parte de esta historia tiene poco que ver con la ciencia y sí mucho con la superstición e, increíblemente, con la ideología. La sospecha de que los gobiernos y las grandes corporaciones siempre engañan, las teorías de la conspiración, la oposición a determinados políticos, hacen su terrible labor. Millones de ciudadanos de países teóricamente avanzados como EEUU o Alemania siguen sin vacunarse, voluntariamente. Aún están lejos del anhelado 70% de inmunizados, lo que dibuja inquietantes nubarrones en el horizonte.

En Europa, una cicatera negociación con las farmacéuticas propició una lenta evolución de la vacunación desde enero de 2021, que se aceleró mucho a partir de los meses de abril y mayo. Actualmente, España y Portugal se encuentran a la cabeza de los países con más inmunizados del mundo, más del 80% de la población, solo superados por Emiratos Árabes y muy por delante de EEUU, el primer estado en producir la vacuna. Los resultados son evidentes. Seguimos sufriendo contagios, pero las muertes se han reducido drásticamente hasta un número casi testimonial.

Y la mayor parte de las naciones del mundo aún está en estadios muy bajos de vacunación, especialmente en África, Asia y Sudamérica. De modo que, aún con las armas necesarias (contra el virus, no contra la estupidez), estamos muy lejos de vencer a la pandemia y el futuro y las mutaciones dirán quién sufre más. Mientras tanto, es obligatorio rendir homenaje a los que de verdad nos han dado las llaves de la supervivencia.