Tras recibir el alta hospitalaria, María Jesús y su madre tuvieron que realizar la cuarentena en un centro de Mieres porque en casa «no podíamos cumplir todas las medidas sanitarias»
27 feb 2021 . Actualizado a las 05:00 h.El coronavirus provoca estragos a todos los niveles, no solo el padecimiento de la enfermedad sino todos los problemas derivados de la misma a los que hay que hacer frente. Un ejemplo de ello es la historia de María Jesús Fernández, de 55 años, y Teresa García, de 86 años. Tras recibir el alta hospitalaria, madre e hija tenían que confinarse durante dos semanas. Pero, la imposibilidad de hacerlo en su domicilio con todas las medidas de seguridad, sumado al miedo a contagiar a sus seres queridos, llevaron a que se aislasen en la Residencia de Estudiantes de Mieres. «No podíamos asumir ese riesgo porque aún teníamos carga viral y nuestras casas tampoco son tan grandes como para evitar infectar a los nuestros», asegura Fernández.
La primera en contagiarse fue María Jesús. La allerana no sabe dónde ni cómo se infectó, pero desde el primer momento en el que los síntomas se fueron manifestando ya tenía claro que tenía coronavirus. Empezó a tener fiebre y un cansancio muy grande y decidió llamar al teléfono habilitado en el Principado para el coronavirus. «Me dijeron que me aislase y tomase paracetamol, pero cada día estaba peor», cuenta. Por ello, se puso en contacto con su médica de cabecera, que lo achacó todo a la depresión que padecía, puesto que era marzo y en el concejo no había ni un solo caso registrado.
Pero, «un día por la mañana me levanté, no era capaz a respirar ni a andar. Pensé que me estaba dando un infarto y llamamos de nuevo a la consulta. Me dijeron que tenía una ansiedad muy grande y, entonces, pedí que me ingresasen en psiquiatría porque estaba muy mala», reconoce Fernández. De inmediato, fue trasladada al Hospital de Villa, puesto que en el de Mieres no podía ingresar porque en ese servicio específico estaba un familiar. «Allí me atendió una psiquiatra, le comenté todo lo que sentía y se dio cuenta de que tenía coronavirus. Me hicieron las pruebas y al día siguiente me notificaron que estaba contagiada y que tenía una neumonía provocada por el covid y, por tanto, me trasladaron al Buylla», relata.
Allí fue ingresada en psiquiatría y, por ende, como no podía tener teléfono móvil, «no sabía nada de mi casa ni siquiera si los míos se habían contagiado», explica Fernández. Así estuvo durante una semana, momento en el que ingresaron a su madre en su misma habitación: tenía también coronavirus. «Cuando la vi entrar, me levanté y me volví loca. Pensé que estaba toda mi familia infectada», reconoce. Teresa ya llevaba unos días ingresada, pero como la PCR daba negativo y era una persona de riesgo, la tenían en el hospital. «A los cuatro días dio positivo y ya la pasaron conmigo. Superó la enfermedad porque estaba yo, que me encarga personalmente de su cuidado: le daba de comer, la duchaba, la ayudaba a caminar…», detalla.
Pasar el ingreso juntas les sirvió mucho porque «nos ayudábamos mutuamente». Pero, a veces, también resultaba complicado. «Cada vez que venían a hacer una placa a mi madre lo pasaba mal. Yo quería que se recuperase… Estaba más preocupada por ella que por mí. Al fin y al cabo, estaba yo mucho peor. Tenía muy poca saturación y estuve a punto de que me intubasen», narra Fernández. Además, añade que eran como conejillos de indias. «Tomábamos 6 pastillas diarias porque como no se sabía casi nada del virus pues nos iban dando tratamientos para ver si mejorábamos», indica.
Tras varias semanas hospitalizadas les dieron el alta, sin embargo, tenían que guardar una rigurosa cuarentena de 14 días en sus respectivos domicilios por si eran un «falso negativo». Algo inviable. Sus viviendas no son demasiado grandes para evitar compartir las zonas comunes y, además, el riesgo de contagio estaba presente, puesto que la carga viral era elevada. «No queríamos ir para casa porque ya que libraron no infectarse cuando nosotras, no íbamos a ir a pegarles el coronavirus… me daba mal». Por eso, se plantearon alquilar un piso en Mieres o, incluso, ir a la cabaña que tienen en el puerto. Pero, una sanitaria les informó de que habían habilitado la Residencia de Estudiantes y fueron de cabeza para allí.
«Nos traían a diario la comida y nos la dejaban en la puerta, también nos proporcionaban un periódico todos los días e, incluso, me trajeron ganchillo que me ayudó a relajarme», detalla Fernández. También tenían que tomarse la fiebre todos los días y pincharse, puesto que como apenas se movían había que evitar cualquier trombo. Además, la asistenta social las llamaba todos los días para ver cómo se encontraban. «Dentro de lo que cabía, estábamos encantadas, nos trataban muy bien», reconoce.
A pesar de tener todas las comodidades, esas dos semanas fueron muy duras. «Teníamos la misma rutina. Por la mañana nos acicalábamos y limpiamos el apartamento, pero por la tarde no sabíamos que hacer para entretenernos». Además, María Jesús tenía miedo. «Pensaba que, al regresar a casa, aún podía tener el virus y contagiar a los míos. Al estar tan preocupada, había veces que me daban bajones y pensaba que me iban a ingresar de nuevo», reconoce.
Sin embargo, no fue así. A los 14 días, tanto ella como su madre Teresa, volvieron a dar negativo y regresaron a sus respectivas casas de Llanos. «Teníamos que estar aisladas otros diez días en casa por precaución. Pero, en esta ocasión, había menos riesgo porque la carga viral ya había bajado», explica Fernández. A día de hoy, ambas están totalmente recuperadas, aunque la enfermedad le dejó a María Jesús varias secuelas desde dolor y ardor de estómago hasta pérdida de memoria.