Margarita Salas tuvo un maestro, un gran compañero y la fuerza necesaria para convertirse en la científica más prestigiosa del siglo XXI y para crear su propia escuela
08 nov 2019 . Actualizado a las 11:00 h.Era la discípula del premio Nobel Severo Ochoa. Eso lo llevaba a gala. Pero de lo que no solía presumir era de haber sido creadora de su propia escuela. La asturiana Margarita Salas falleció a los 80 años en Madrid de un infarto pero ha dejado una sólida red de científicos tan brillante como su propio currículum. Aprendió de Severo Ochoa, caminó de la mano de su marido, Eladio Viñuela, formó a centenares de bioquímicos y ahora andaba empeñada en fomentar las vocaciones científicas desde edades tempranas, desde la escuela. Fue feminista cuando nadie hablaba de igualdad pero nunca quiso oir hablar de cuotas. De hecho, el porcentaje de mujeres en su laboratorio era muy superior al 50% que marcan los acuerdos políticos. Su contribución a la sociedad actual está presente en la vida cotidiana de millones de personas, en los pacientes de oncología o en los policías científicos que investigan un crimen. Sus avances tuvieron usos así de polivalentes.
El maestro
Salas se doctoró en bioquímica en 1963 por la Universidad Complutense de Madrid y posteriormente trabajó durante tres años con el premio Nobel de bioquímica, su paisano Severo Ochoa, en la Universidad de Nueva York. Regresó a España y fundó el primer grupo de investigación en genética molecular del país en 1967, en el CSIC. No obstante, esa relación profesional con Severo Ochoa, valdesano como ella, marcó toda su vida.
Ella misma contó en numerosas ocasiones cómo fue aquel primer encuentro. Salas conoció a Severo Ochoa en su tercer año como estudiante de Química. Acudió a una de sus conferencias en Madrid y quedó «fascinada», según sus propias palabras. Su futuro mentor le prometió que, a su regreso a Nueva York, donde ya estaba instalado, le enviaría un libro. Así lo hizo, Bioquímica General llegó por correo a Madrid, con una dedicatoria personal. Cuatro décadas después conservaba la gastada publicación. Incluso lo mostró a cámara en algún documental.
Cuando regresó, España era un desierto para la ciencia y los científicos pero junto con otro de sus grandes apoyos, su marido Eladio Viñuela, químico y biólogo molecular español, que adquirió gran relevancia por sus estudios del virus de la peste porcina africana, decidió fomentar la investigación nacional.
Eladio Viñuela
«Yo era la mujer de Eladio. Supe lo que era ser discriminada, o es más: ser invisible. Era como si no existiese, yo no pintaba nada». Margarita Salas rompió muchas barreras con el tiempo, la tenacidad y el trabajo. Esa frase está extraída de una entrevista que la bioquímica concedió a Jot Down hace solo unos años. Pero, ¿quién era Eladio?
Eladio Viñuela era un extremeño naciado en el año 1937 que comenzó sus estudios de Ciencias Biológicas en la Universidad Complutense de Madrid, pero que terminó abandonando esa vocación por la de la Química. Realizó su tesis doctoral con Alberto Sols en el Centro de Investigaciones Biológicas (CIB) del CSIC. Sols fue también el director de la tesis de la asturiana. Ese fue el momento en el que conoció a la mujer con la que se casó en 1963. Compartieron hasta su fallecimiento, en 1999, vida e inquietudes científicas. Juntos se fueron a Nueva York y juntos trabajaron, codo con codo, con Ochoa en el departamento de la Escuela de Medicina de la Universidad de Nueva York, que dirigía Severo Ochoa. Estuvieron en diferentes grupos de investigación y ambos aprovecharon la experiencia para aprender inglés.
A su regreso, Viñuela se centro en una investigación más práctica centrada en la peste porcina africana mientras ella seguía enfrascada en sus ensayos genéticos. Este modo de compaginarse y coordinarse permitió a Salas crecer y adquirir nombre propio.
«No concibo la vida sin investigación»
«No concibo la vida sin investigación». Esa frase destacada por el Centro de Investigación Científica (CSIC) con motivo de la muerte de Maragarita Salas, y pronunciada por la bioquímica hace apenas cuatro meses, explica gran parte de su vida. Dicen los que la conocen que su sueño era vivir hasta el final con la bata blanca del laboratorio. Prácticamente, así ha sido. A sus 80 años era profesora vinculada ad honorem del CSIC, en el Centro de Biología Molecular Severo Ochoa de Madrid (CSIC-UAM). Además, desarrollaba una intensa campaña para el fomento de las vocaciones científicas en colegios e institutos y, fundamentalmente, entre las alumnas. Esa faceta feminista se tradujo en su propio laboratorio. Predicaba con el ejemplo. Ya en una entrevista en el año 2007 decía con claridad: «En mi laboratorio hay más mujeres que hombres haciendo la tesis doctoral». Colaboró en su día con la primera ministra de Ciencia, Cristina Garmendia, que hoy, en el día de su fallecimiento, se ha confesado discípula y admiradora.
Era frecuente verla en colegios asturianos dando charlas a niños de Primaria. Lo ha recordado la propia presidenta del CSIC, la también asturiana Rosa Menéndez, que ha hablado todavía de un encuentr de hace unos meses en un centro de Tremañes. También acudía con frecuencia a Luarca, tanto a actividades científicas como sociales. Era la coordinadora de la Semana de la Ciencia de Luarca y estaba confirmada su presencia para el próximo miércoles, 20 de noviembre. Ese día iba, precisamente, a hablar de su trayectoria a un grupo de alumnos del instituto Carmen y Severo Ochoa de Luarca y a participar en la entrega de los premios Severo Ochoa a los mejores expedientes académicos del curso pasado.
No era, sin embargo, partidaria de las cuotas. Creía en la valía de las mujeres y en su capacidad de demostrarla sin porcentajes de participación, solo con esfuerzo en igualdad de condiciones. Lo manifestó de este modo en multitud de ocasiones.
La patente de las patentes
El ADN polimerasa del virus bacteriófago phi29. Esa ha sido la gran contribución de Margarita Salas al avance de la ciencia. Este descubrimiento ha tenido una aplicación crucial para la biotecnología, a que ha permitido amplificar el ADN de manera sencilla, rápida y fiable. Este descubrimiento dentro del terreno de la investigación básica ha tenido múltiples aplicaciones prácticas que se han usando en la medicina forense, oncología o la arqueología. «Cuando uno tiene cantidades pequeñas de ADN, como un pelo hallado en un crimen o unos restos arqueológicos, esta ADN polimerasa amplifica millones de veces el ADN para poder ser analizado, secuenciado y estudiado», explicaba ella misma hace poco tiempo.
Esta tecnología, el método de la ADN polimerasa phi29, sigue siendo la más rentable que ha presentado el Consejo Superior de Investigación Científica (CSIC). Entre los años 2003 y 2009, representó más de la mitad de los derechos de autor del organismo, devolviendo millones de euros en inversión a la investigación financiada con fondos públicos. La propia presidenta del CSIC, la asturiana Rosa Menéndez ha cifrado la cantidad total en unos nueve millones de euros.
La bioqímica asturiana no fue consciente desde el principio de la importancia de su descubrimiento, al que dedicó toda su vida. No se presentó ni mucho menos como una revelación. Poco a poco fue dándose cuenta de la trascendencia que podía alcanzar la investigación del virus phi29, ya que multiplicar millones de veces una pequeña muestra de ADN es básico para tareas hoy asimiladas por la sociedad, como por ejemplo la labor de la policía científica. Primero descubrió que el virus phi29 tenía una enzima, la phi29 ADN polimerasa, que ensamblaba moléculas de ADN mucho más rápido y con precisión. Aisló la enzima y demostró que funcionaba en las células humanas, marcando el comienzo de aplicaciones innovadoras para las pruebas de ADN. En el caso de los oncólogos ampliar pequeñas poblaciones de células que podrían dar lugar a tumores.
Defensora de los suyos
«Recuerdo que cuando empecé a trabajar con ella no me salía un experimento y ella me decía: 'Cómo no te va a salir con el expediente que tienes. Claro que te va a salir'. Ella siempre apoyaba y confiaba en su gente». Lo explicaba de un modo tan gráfico Marisol Soengas, responsable del grupo de Melanoma en el CNIO y que hizo la tesis con Salas, a La Voz de Galicia.
A Margarita Salas le gustaba hacer equipo hacia dentro y hacia fuera, defendiendo a aquellos que pasaban malos momentos. Lo hizo hace solo unos meses con el más laureado bioquímico de la Universidad de Oviedo, Carlos López Otín. Cuando López Otín comenzó a recibir ataques indiscriminados, su trabajo fue revisado, se detectaron errores en las imágenes y dos revistas retiraran alguno de sus artículos, medio centenar de científicos pidieron -con escaso éxito- a la publicación que solo retirara las imágenes y no los artículos completos. Ahí estaba la firma de la asturiana.
Fue profesora de Genética Molecular en la Facultad de Químicas de la Universidad Complutense y docente en la Facultad de Ciencias de la Universidad Autónoma de Madrid. Además y en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) en el Centro de Biología Molecular Severo Ochoa, centro que dirigió hasta enero de 1994.
Su lista de discípulos es tan brillante como su currículum de Otín a María Blasco, directora del el Centro Nacional de Investigaciones Oncológica; el responsable de la Unidad de Genómica del Instituto de Salud Carlos III (ISCIII), Ángel Zaballos. Blasco ha contado como anécdota que sus discípulos han acuñado un término para identificarse, son los Margaritos. No solo les transmitió su tesón y su amor por la ciencia. También les dejó como legado una red y un apodo.