Deje volar su imaginación, que como no se rige por las leyes de la física puede viajar incluso más rápido que la luz, y observe lo que puede ocurrir si mira una noche estrellada
29 abr 2019 . Actualizado a las 20:19 h.Entre los datos que acostumbran a memorizar los escolares, o al menos los escolares de aquel tiempo en el que quien esto escribe podía recibir tal calificativo, figuran la velocidad del sonido, el valor del número pi, la tabla periódica de los elementos y, por supuesto, la velocidad de la luz, entre otros. Sin duda, la magnitud que más asombro despierta es esta última, la letra c -del latín celeritas, que significa rapidez- de la más famosa ecuación de todos los tiempos: E=mc2, en la que Albert Einstein nos viene a decir que masa y energía son dos manifestaciones diferentes de la misma cosa.
No resulta difícil recordar que la luz viaja en el vacío a una velocidad de 300.000 kilómetros por segundo -en realidad es un poquito más lenta, pero no vamos a complicar las cosas de modo innecesario-. Reflexionar sobre tal magnitud nos conduce a ver cómo en nuestro mundo cotidiano las cosas se mueven con una lentitud pasmosa.
Dada la inmensidad del cosmos -sea finito o infinito- medir distancias en metros o kilómetros significaría manejar cifras con tal cantidad de ceros que resultaría mareante y engorroso. Por ello, la extraordinaria velocidad de la luz resulta una medida útil para expresar distancias en el universo. Así, utilizamos la unidad años luz, es decir, la distancia que recorre la luz en un año, para expresar esas distancias. Para los amantes de las cifras, un año luz equivale a unos 9,5 billones de kilómetros; redondeando al alza, ¡un 1 seguido de trece ceros!
Pero incluso la luz parece viajar con lentitud si la distancia es lo suficientemente grande. Las primeras estimaciones de la velocidad de la luz, aunque no muy precisas, se debieron al astrónomo danés Ole Christensen Roemer, allá por el siglo XVII. Hasta ese momento la creencia popular era que la luz llegaba de modo instantáneo a cualquier punto del espacio, que su velocidad era infinita. Sin embargo, como sabemos, esto no es así. Sin ir más lejos, el sol se encuentra a una distancia de la tierra de 150 millones de kilómetros, kilómetro arriba o abajo, y la luz emitida desde la superficie solar tarda ocho minutos en alcanzar a los terrícolas. Un rayo solar que hubiese sido emitido cuando usted inicio la lectura de este artículo no llegaría a nuestro planeta antes de que acabe de leerlo, en el supuesto de que no abandone antes, claro está.
Decía Calderón de la Barca, contemporáneo del astrónomo danés, en su Soneto a las estrellas, que éstas son las flores nocturnas, y digo yo que como tales se marchitan. El colapso es el destino de las estrellas como nuestro sol -¡Calma! Esto no sucederá en la próxima legislatura, sino dentro de varios miles de millones de años-, de modo que algún día emitirán su última luz antes de morir; luz que tardaríamos en recibir en la tierra según lo alejada que esté la estrella. Dicho de otro modo: si por cualquier circunstancia el sol se apáguese en este preciso instante, los sapiens viviríamos en una alegre ignorancia de tal suceso hasta dentro de ocho minutos, que como dijimos es el tiempo que tardaría el último rayo de luz emitido desde el sol en alcanzar nuestro planeta.
A lomos de un rayo de luz
Pero el sol, si hablamos en términos de años luz, está ahí al lado, a ocho minutos a lomos de un rayo de luz. Otras estrellas están a miles o incluso millones de años luz y, por tanto, la luz procedente de esas estrellas más lejanas tardará en llegar a la tierra miles o millones de años. Si una de ellas colapsara, sus últimos destellos tardarían en llegar hasta nosotros esa cantidad de años y esto nos conduce a la paradoja de que podríamos observar el firmamento y ver estrellas que ya no existen pues aún no hemos recibido la última luz que emitieron antes del colapso. Y seguirán brillando, aunque ya no existan, en el cielo estrellado durante miles o millones de años más. En este caso no nos engañan nuestro sentidos, cosa que sucede no pocas veces, sino que la luz no es tan rápida como en principio pudiésemos pensar.
Dejemos volar nuestra imaginación, que como no se rige por las leyes de la física puede viajar incluso más rápido que la luz, y situémonos en una civilización asentada en un astro alejado 65 millones de años luz de nuestro planeta. Eso significaría que, si sus habitantes dispusiesen de la tecnología o la capacidad de visión tan extraordinaria como para ver los acontecimientos que suceden a esa distancia estarían viendo ahora lo que sucedió en la tierra hace 65 millones de años: por ejemplo, la extinción de los dinosaurios.
Si semejantes seres galácticos decidiesen sacar a los humanos de su ignorancia acerca de las causas de tal desaparición contándonos lo sucedido, y lo hiciesen utilizando el código morse y sus potentes e hipotéticos focos de luz, tardaríamos en enterarnos…¡Otros 65 millones de años! El tiempo que tardaría en llegar el luminoso mensaje cifrado hasta nosotros; mejor dicho, hasta nuestros descendientes. Demasiado tiempo para seguir con la incertidumbre.