¿Quién vigila a quien vigila? En el Derecho Constitucional la cuestión se plantea en relación a cómo controlar a aquellas autoridades que se encargan, en la última instancia, de fiscalizar cómo cumplen las normas las demás. Tal sucede, en apariencia, con el Tribunal Constitucional
07 abr 2019 . Actualizado a las 09:50 h.En sus sátiras, el poeta latino Juvenal (entre los siglos I y II) planteaba la escasa eficacia de los soldados romanos para evitar que, durante su ausencia durante las campañas militares, sus esposas les fueran infieles. Los combatientes encomendaban sus cónyuges a esclavos de confianza, para que las vigilaran y evitaran contactos con otros varones pero, Juvenal se preguntaba: ¿cómo evitar que las esposas fuesen infieles a sus maridos con los propios esclavos? ¿quién se encargaría de vigilarlos a ellos? Quid custodiam ipso custodes? Una frase que por cierto fue empleada de forma muy inteligente por el guionista Alan Moore en su novela gráfica Watchmen (Vigilantes, 1986), en la que la policía se rebelaba contra ciudadanos enmascarados que se dedicaban a impartir justicia por su cuenta, sustrayéndose al Estado de Derecho y dificultando las tareas policiales. Los agentes de la ley y sus partidarios llenaban las calles de pintadas en las que se leía esa misma máxima de Juvenal (Who watches the watchmen?).
Esta pregunta retórica tiene un interés constitucional. Si en Watchmen lo que preocupaba era la actuación de civiles al margen de la ley, en el Derecho Constitucional la cuestión se plantea en relación a cómo controlar a aquellas autoridades que se encargan, en la última instancia, de fiscalizar cómo cumplen las normas las demás. Tal sucede, en apariencia, con el Tribunal Constitucional. Veámoslo.
Cualquier infracción de las normas nos permite acudir a los tribunales para exigir las pertinentes responsabilidades. Y ello en virtud de un derecho fundamental, el de la tutela judicial efectiva (art. 24). Ahora bien, imaginémonos que ese mismo tribunal que debiera ampararnos en nuestras expectativas de que se haga justicia, falla en nuestra contra. No pasa nada: siempre podremos recurrir su sentencia ante una instancia judicial superior. Entendiendo, sin embargo, que «superior» no quiere decir que ese otro tribunal al que vamos a acudir se encuentre jerárquicamente por encima del primero que dictó sentencia: los jueces son independientes, de modo que ninguno puede impartir órdenes a otros miembros del Poder Judicial; la posibilidad de recurso no debe entenderse por tanto como una ordenación jerárquica entre jueces y magistrados, sino como una garantía de los ciudadanos para que las decisiones judiciales puedan ser replanteadas.
Aun cuando el recurso no satisfaga tampoco nuestras aspiraciones, quizás tengamos la posibilidad de plantear nuevos recursos, aunque obviamente ha de haber un límite, y llegados a un punto, no cabrá ya más posibilidad de recurrir. Ese punto y final es casi siempre el Tribunal Constitucional. A él le compete resolver los recursos de amparo, que se plantean cuando se ha producido una infracción de alguno de los derechos fundamentales considerados esenciales (los comprendidos entre los artículos 14 y 29, así como el 30.2, sobre objeción de conciencia, hoy carente de aplicabilidad). Pero, en realidad, casi cualquier infracción puede acabar en manos del Tribunal Constitucional gracias a uno de los derechos fundamentales: el ya mencionado derecho a la tutela judicial efectiva (art. 24). ¿Cómo? Sencillo: imaginémonos un problema de expropiación. Esta afecta al derecho de propiedad (art. 33) que no es uno de los derechos fundamentales esenciales que permitirían en principio acudir al Tribunal Constitucional. Accionamos, pues, ante los tribunales ordinarios, y si estos no nos dan la razón… ¡entonces les acusamos de ser ellos los que infringen un derecho fundamental, el de tutela judicial efectiva, por no haber aplicado correctamente las normas sobre expropiación! Como las violaciones de la tutela judicial efectiva sí son recurribles ante el Tribunal Constitucional, al final estaremos posibilitando que este órgano resuelva sobre un derecho no esencial (propiedad, art. 33), por vía indirecta (es decir, a través de un derecho que sí es esencial, como el de tutela judicial efectiva, art. 24).
Para evitar este tipo de subterfugios, que ahogaban al Tribunal Constitucional en interminables recursos de amparo, a día de hoy este órgano puede decidir qué recursos de amparo atiende y cuáles no, de modo que sólo aquellos que tengan una relevancia auténticamente constitucional y doctrinal son objeto de su conocimiento.
Pero la cuestión es que, dictada una sentencia por parte del Tribunal Constitucional, ya habremos agotado todas las vías posibles en España. Siempre nos cabrá la vía ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, pero aun así, la pregunta sigue en el aire: ¿y quién vigila a estos vigilantes? ¿quién nos salva de sus resoluciones si son desacertadas? En realidad, hay dos hipótesis distintas para responder a esta interrogante. Podría suceder que aquella resolución fuese resultado de una conducta delictiva. Piénsese por ejemplo en un caso de prevaricación (dictar a sabiendas una resolución injusta): en ese caso, los magistrados del alto tribunal que hubiesen incurrido en la conducta criminal serían enjuiciados en una causa penal. Así controlaríamos su actuación, aunque sólo para trasladar el problema a otro ámbito: ¿y si el juzgado penal, a su vez, no actuase correctamente? Una vez más nos hallamos ante un círculo vicioso. La segunda hipótesis sería la de una sentencia en la que no mediase delito alguno, pero que fuese manifiestamente incorrecta en términos jurídicos. En este caso ya no cabe imputación penal alguna, y tendremos que conformarnos con esa decisión, por más desacertada que haya sido.
En términos constitucionales, por tanto, la respuesta al quid custodiat ipso custodes? puede resultar insatisfactoria, pero es la única posible: nadie puede vigilar a los vigilantes. Eso es lo que sucede cuando llegamos a la cúspide de un Estado: en las instancias últimas no hay posibilidad de control, porque alguien tiene que ser el que en algún momento diga la última palabra.