Su madre les había hecho a ella y a sus tres hermanas vestidos de seda para la travesía que un 23 de septiembre de hace 80 años les llevó desde el puerto de El Musel a la antigua Unión Soviética. «Nadie sabía para cuánto íbamos. Y Franco nos negó siempre», dice Araceli Ruiz Toribios, que regresó a Gijón en 1980
03 sep 2017 . Actualizado a las 19:40 h.Araceli Ruiz Toribios (Palencia, 1924) es la presidenta de la Asociación de Niños de la Guerra de Asturias. «Ahora seremos un centenar», dice, enumerando las localidades en las que residen la mayoría. El 23 de septiembre se cumplen 80 años de aquella noche en la que 1.100 niños, los niños de la guerra, salieron desde el puerto gijonés de El Musel a bordo de un carguero de carbón rumbo a la antigua Unión Soviética. Araceli hizo el viaje con tres de sus cinco hermanas. Águeda, de 22 años, iba de cuidadora. «Estaba en los sindicatos, era una mujer hecha y derecha. Los rusos habían dicho que no menos de cinco años y no más de 13. Yo tenía 13 años, Conchita 11 y, Angelines, 5 años».
Al llegar a Francia, al puerto de Saint Nazaire, «cogimos el ‘Kooperasiia’, un barco precioso, y llegamos a Londres, en donde a una parte nos pasaron a un gemelo del ‘Kooperasiia’, el ‘Félix Dzerzhinsky'. Había muchos vascos, pero éramos más los asturianos. Nos metieron en la bodega y dedujimos que era un carguero porque había trozos de carbón. A mi lado tenía a un niño que se había hecho daño y gritaba ¡ay, mi deu! Y yo que no sabía asturiano… ¡No se podía hablar en asturiano!», recuerda.
«Lo tenían todo preparado cuando llegamos»
El primer barco llegó al puerto de Leningrado el 30 de octubre. Al poco, el segundo. «‘A los hijos del heroico pueblo español de los niños de Leningrado’ -lee, traduciendo del ruso al castellano, en la pancarta que aparece en una de las fotografías de aquella bienvenida-. Lo tenían todo preparado cuando llegamos: las casas, darnos un baño, la revisión médica… Nos vistieron con todo lo ruso. Con las botas de fieltro y los chanclos de goma, ¡yo no sabía ni caminar!» Para hacer la travesía, su madre les había hecho unos vestidos de seda. «Cosía muy bien y nos hacía toda la ropa. Nos hizo los vestidos de seda para ir en el barco como los ricos», dice Araceli, con una enorme sonrisa.
«Vivíamos en El Natahoyo», prosigue. Los padres de Araceli se llamaban Julio Ruiz, «que trabajaba en la Renfe», y Pilar Toribios. Los recuerdos le vuelven a llevar a la noche en la que embarcó rumbo a la URSS. «Nadie sabía para cuánto íbamos. Habíamos perdido la República. ¿Qué habíamos hecho? Nada. Y no nos dejaban entrar. Franco nos negó siempre. Hasta 1980 a mí no me dejaron entrar». Dice que la suya ha sido una vida trágica, «pero doy mil gracias a aquel país. Terminamos la universidad sin pagar un céntimo y, en España, con mi padre obrero, con seis hijas, que hacíamos ocho y que solo entraba un sueldo en casa, hubiera sido impensable…»
«La Segunda Guerra Mundial me cogió en Odessa, que quedó destruida»
Las dos hermanas que se quedaron en Gijón eran mayores: «La de 16 años enfermó después de la guerra». Su padre estaba en la UGT y era republicano. «Yo si llegué a ser comunista, pero al llegar a España lo dejé. Era comunista sin partido -sonríe-. Era peligroso…». El primer carné del Partido Comunista, en Rusia, se lo firmó Dolores Ibárruri. La Pasionaria también le había dado la primera naranja que comió en Rusia. Es una de las anécdotas que siempre cuenta cuando habla de su vida como niña de la guerra. «Os voy a contar mi vida que es vuestra historia» es lo que siempre les dice a los chavales en las charlas que le han invitado a dar en muchos centros escolares.
Araceli también vivió otra guerra, la Segunda Guerra Mundial. «Me cogió en Odessa, que era un puerto muy famoso del Mar Negro. Tuvimos que que evacuar la casa de los niños en la que vivíamos, lo destruyeron todo. El puerto, totalmente. Tuvimos que atravesar el Mar Negro y el Caspio para llegar al Asia central». La retaguardia en Rusia era inabarcable. Araceli pasó la guerra en Uzbekistán, «una provincia de Rusia que hace frontera con Afganistán y en donde estuve los tres años. El idioma era totalmente diferente al ruso».
«Yo estuve en la muerte de Stalin. EN el 20 Congreso, salió a relucir todo»
Al año y medio de haber llegado a Moscú, ya hablaba ruso sin problemas. «Cuando eres niño es más sencillo aprender idiomas y eso que el ruso es un idioma difícil que no tiene nada que ver con el español. Nos decían que, cuando hablábamos, parecía que cantábamos», recuerda. Vuelve a sonreír. «Me quedo sin palabras para agradecer a aquel pueblo. Querían adoptarnos pero les explicaron que no querían que perdiéramos nuestra identidad, nuestro idioma, que tarde o temprano regresaríamos».
Se habían organizado 16 casas de los niños para acogerles cuando llegaron a Leningrado, más tarde San Petesburgo, anteriormente Petroburgo. «Cambiaba de nombre pero era una ciudad muy cultural. Tenía el Hermitage, un museo con muchas salas y de cuando los zares». El recuerdo le hace viajar por la que fue su patria 43 años. «La Unión Soviética es tan grande… Coge toda Siberia y ahora nos hemos enterado de todo. Yo estuve en la muerte de Stalin, cuando lo llevaban a la casa de los sindicatos, en la calle Gorki. Era una niña y, como soy menuda, me decían que saliera de allí, que había mucho barullo. Nos enteramos bastante tarde de lo que era Stalin y lo que hizo. En el 20 Congreso, salió todo a relucir», dice, decepcionada. Antes de casarse, su marido vivió con gente que estuvo 20 años en Siberia. Recuerda algunos nombres. El de Nicolás, maestro y niño de la guerra, «que no volvió nunca. Y otro que era rumano, que luchó aquí en las Brigadas Internacionales, y que volvió a Rusia y se casó con una española de familia en París».
«Me licencié como ingeniero economista, pero el título en España no me sirvió de nada»
Los recuerdos la llevan de nuevo a Samarcanda, la segunda ciudad más grande de Uzbekistán: «Era imposible estudiar y, además de ser ayudante de enfermera, estuve recogiendo algodón. Te daban una norma y había que cumplirla. Había que reunir 45 kilos al día y a mi siempre me salía menos, 41, 42 kilos, y me decía un ruso que metiera un adoquín». Al final, solía meter dos litros de agua. «El hambre te hace ser inteligente». Estuvo hasta el 14 de diciembre de 1945 en Samarcanda. «Cuando me fui a Moscú, ya estaba Conchita (la hermana que tenía dos años menos que ella) estudiando, pero yo perdí ese año porque llegar a Moscú me llevó muchísimo tiempo. Me examiné en primavera y, en septiembre, empecé los estudios de técnico de construcción de puentes y carreteras».
Explica que en Rusia, cuando se finalizan los estudios, «el Estado te lleva contratado tres años a trabajar allí donde se necesite. A mi me destinaron a la ampliación de la autovía entre Moscú y Minsk». Tenía bajo su responsabilidad un equipo de diez personas. «Después en la universidad ya terminé ingeniero economista de ferrocarril, que es como se dice en español». En España, cuando volvió en 1980, ese título no tuvo validez ninguna.
«Cuando fui al Inem me dijeron que yo lo que había estudiado era la economía rusa. ¿Y qué tendrá que ver? ¿Economía no es lo mismo en cualquier lugar? Así que me dijeron, Araceli, guarda tu diploma. No me sirvió para nada. Aquí todo lo que olía a Rusia…, madre mía. Pero tenía que vivir y de Rusia recibía 150 euros de pensión. Había trabajado en la carretera, en distintos sitios. Estuve 12 años en el Comité Estatal de Radio y Televisión de la URSS. Radiábamos para España y todos los países en los que se hablaba español». Allí fue Elena Ivanova, durante años uno de los personajes más populares de aquella radio que llegaba a todos los países de habla hispana. «Cuando volví a España conocí a un profesor de Historia, se lo conté y no se lo podía creer. ¡Me escuchaba! Pues tienes aquí delante a Elena Ivanova, la niña que salió de El Natahoyo, le dije».
«Trabajé en la radio hasta la jubilación. Era muy interesante»
Araceli, junto con las otras dos compañeras que revisaban la correspondencia para dar vida a Elena Ivanova, era toda una celebridad en aquellos tiempos. «Hicimos un concurso y se eligió a 15 personas de todo el mundo a todo pago para que vinieran a visitarnos. Ya decíamos nosotros que una rusa no podía hablar tan perfecto el español, me dijeron al verme». Trabajó en la radio entre 1965 y 1977. «Hasta la jubilación. Era muy interesante. Conocías a mucha gente». La memoria le trae de vuelta a Julio Mateu, un valenciano «que quería ser periodista y consiguió ser miembro del Comité Estatal de Periodistas». Coge un libro de la mesita del salón y lee: «Lo que mi madre no pudo darme. Dos patrias tenía, las dos con sangre en grito. España me dio la vida, Rusia me dio amor de patria».
Es de nuevo 1980. Había jurado no volver a España hasta que muriera Franco. «Vine viuda. Me casé en segundas nupcias con un íntimo amigo de mi marido, que también había estado en Rusia. También se murió a los tres años, de un cáncer de pulmón». Araceli tiene dos nietos y un biznieto de nombre Pelayo. Conchita y Angelines, sus dos hermanas pequeñas, también viven en Gijón. «De Rusia vine con la pequeña de Cuba, que tenía siete u ocho años. La mayor ya estaba casada y él estaba haciendo la mili». En el repaso de su vida nunca se le olvida mencionar que, gracias a la intervención del entonces ministro Fernando Morán, en diez días se resolvió que su yerno pudiera entrar en España. «Había otros nueve o diez niños de la guerra en la misma situación».
«España es un país con buen clima, con una historia bonita y ha ido todo a peor…»
Su hija y su yerno llegaron a España en 1983. «España es un país con buen clima, con una historia bonita y ha ido todo para peor…», lamenta, al volver al presente. La actual situación del país en el que nació y en el que lleva viviendo 27 años le vuelve a recordar momentos tristes del pasado como niña que escapó de la guerra. «Cuando salimos de El Musel estaba Gijón que daba pena. El ‘Cervera’ estaba entre Cimavillla y La Providencia, en la mismísima playa. Los bombardeos eran horizontales. Vinieron los alemanes y deshicieron Gijón. Daba pena», insiste. Su padre había escuchado que Rusia iba a ayudar a las familias con niños acogiéndoles y decidió mandar a cuatro de sus seis hijas. «No vivirán mal allí», decía. Araceli piensa en la vida que ha vivido y dice en voz alta: «Y he tenido una vida interesante».
Fue traductora de ruso a castellano desde 1959 a 1964 en Cuba. Había estado trabajando en el ministerio ruso de Finanzas («aquello era secreto cerrado; no me gustaba») y lo dejó para ser traductora con la delegación rusa que viajó a la isla en un momento histórico. Le tocó la crisis de los misiles con Estados Unidos. «En Cuba nos cogió un huracán en el que hubo muchas muertes. Mi marido, que también trabajaba de traductor, se fue con los rusos a ayudar a la población y Raúl Castro se lo agradeció con una pistola americana así de grande -dice, mostrando el tamaño con sus dos manos-. Lauri, le dije, la pistola cuando vayamos a Rusia se la dejas a Raúl. No me hizo caso y, cuando volvimos, se la quitaron para llevársela a un museo. Yo estaba encantada de la vida».
«Mi marido murió dos meses antes que Franco»
Se había casado con Lauri, Laureano Fernández, en 1950. Era otro niño de la guerra, de las cuencas. «El padre había muerto cuando la guerra y se quedaron todos con la madre». Laureano murió en 1975. «El 8 de septiembre del mismo año que Franco. Luego murió mi padre en octubre y, en noviembre, Franco. ¡Hay que jorobarse!», exclama, confesando que en una ocasión, solo una, visitó el Valle de los Caídos para ver dónde estaba enterrado.
Cuando Araceli volvió a España, acumulaba 30 años «y 22 días» de trayectoria profesional en Rusia y Cuba. No encontró nada más que trabajar de interna para una familia. «Para trabajar en casa, hacer la comida, limpiar… Dormía allí; trabajaba muchísimo. Un día me vieron llorando. No encontraba salida a mi vida». Entre los adornos del salón de su piso hay varias figuras de madera típicas de Cuba. Se acuerda de la portada del Granma cuando los misiles se volvieron a Rusia. «Nikita, Nikita, lo que se da no se quita, decía Fidel en el Granma».
«Al Che Guevara lo tengo en la mente. Era cultísimo, bondadoso, trabajador, inteligente»
Las risas surgen espontáneas y piensa en «los muchachos». Ernesto Che Guevara era uno de ellos. «Le tengo en la mente. Era cultísimo, bondadoso, trabajador, inteligente… Trabajaba rompiendo caña de azúcar y, cuando se enteró de que hacía 30 años que no veía a mis padres, nos ayudó. Yo estaba en el último mes de embarazo y, cuando les vi, qué manera de llorar. Ahora hija no es hora de llorar, me decía mi madre. Se marcharon encantados. Tenemos unas hijas (una de las hermanas de Araceli también vivía entonces en Cuba) que lo merecen todo. Marcharon cuando a mi padre le entró congoja de no trabajar. Ya estaba cansado de hacer nada». Sus padres, después de enviar a cuatro de sus hijas a Rusia, también quisieron exiliarse a Francia pero acabaron en Valencia. Cuando volvieron a Gijón, su casa de El Natahoyo había sido ocupada.
«En 1956 había venido de vacaciones a España y como había estado en Cuba, me llamó la Policía». En el interrogatorio al que fue sometida, le preguntaron si había estado en Cuba. A Araceli en Cuba le habían dicho que lo negara. «¿Será usted cínica?, me dijo cuando lo negué; me llamó embustera también y le dije que entonces para qué preguntaba. Le dije que había trabajado con mi cabeza, que era traductora. Nos llamaban cada dos por tres. Decidí que no volvería a España». Al menos durante la dictadura. «He pasado inviernos en Rusia de hasta menos 50 grados. Viví seis años en Cuba y tengo tres patrias», dice Araceli, que confiesa que no se cree que ya tenga 93 años y haya vivido todo lo que ha vivido.