Que Asturias sea un territorio con más de un millón de habitantes es una verdad que ya no puede darse por sentada sin más. La crisis demográfica que empezó a manifestarse en los años 90 pasa factura y amenaza con reducir la población hasta un 8% en los próximos quince años
08 sep 2016 . Actualizado a las 05:00 h.La crisis demográfica de Asturias cruzará en el próximo decenio una barrera de gran importancia simbólica. Aunque no todas las proyecciones de la población elaboradas por estadísticos y demógrafos coinciden en la fecha, la tendencia está clara: en algún momento entre 2025 y 2030, la población regional dejará de estar por encima del millón de asturianos. Es un horizonte al que parecía encaminada desde hace más de veinte años, cuando, a principios de los años 90, la caída de la natalidad la hundió a la cola de la regiones de Europa con menos nacimientos por cada 100.000 habitantes, aunque, durante algunos ejercicios, la inyección de nuevos residentes llegados desde el extranjero consiguió ralentizar el ritmo.
A la larga, sin embargo, las predicciones de los expertos se han hecho realidad. Con más muertes que nacimientos y muchos jóvenes que, de grado o por fuerza, abandonan la región en busca de oportunidades laborales, la población comienza a menguar y el problema demográfico empieza a transformarse en una bomba económica, política y social. Prestar servicios públicos a una población envejecida es más caro que a una más joven y sana, hay menos cotizantes para pagar las pensiones de los jubilados y, en las comarcas rurales, la despoblación amenaza con crear abundantes espacios vacíos, verdaderos desiertos en los que no quedará nadie para presenciar el deterioro de pueblos y aldeas.
El último censo oficial, elaborado con los datos que los ayuntamientos tenían en su poder el 1 de enero de 2015, fijó la población asturiana en 1.051.229 personas. Pero esa cifra va a bajar con rapidez en los próximos años, según las proyecciones del Instituto Nacional de Estadística, que estima que Asturias llegará en 2024 a la frontera del millón de residentes y acabará el próximo decenio con poco más de 971.000.
Dicho de otra manera, la sangría demográfica hará que la comunidad autónoma pierda 80.000 habitantes, cerca del 8% de su población actual, en solo 15 años. Aunque difieran en los plazos, los cálculos de la Universidad de Oviedo siguen la misma línea, de manera que en este momento la pregunta procedente ya no es si el Principado conseguirá evitar la crisis, sino qué puede hacer para afrontarla.
No se trata exactamente de un problema oculto. Las penurias demográficas se han asomado a las últimas campañas electorales y todos los partidos políticos las mencionan en sus programas. Sin embargo, la preocupación no ha saltado a los lugares preferentes de la acción del Gobierno ni del Parlamento a pesar de la perentoriedad de los plazos.
Es cierto que en 2015 el Principado presentó una nueva estrategia para el medio rural que contempla las dificultades de los pequeños concejos del oriente y el occidente para fijar su población y evitar el goteo de vecinos que cierran sus casas y se mudan a poblaciones mayores, con acceso más fácil a la atención sanitaria, los servicios sociales y la actividad comercial. En ese catálogo de medidas, en todo caso, faltan compromisos concretos.
Los especialistas, como el geógrafo asturiano Rafael Puyol, antiguo rector de la Universidad Complutense, que en agosto dirigió en La Granda un curso de verano sobre la situación, reclaman medidas bien estudiadas y sostenidas en el tiempo. Intentos del pasado, como el cheque-bebé para subvencionar directamente cada nacimiento, significaron, en su opinión, un fracaso. Las políticas de largo aliento que demanda piden que las ayudas a las familias no se limiten a esas entregas de dinero, sino que incluyan también una buena red de guarderías públicas y mayores facilidades para la conciliación familiar. Otra de sus sugerencias, sin embargo, parece destinada a crear polémica porque es (de manera consciente) impopular: retrasar la edad de jubilación hasta los 70 años para garantizar las pensiones.
Pero el tiempo pasa y los políticos rehuyen una cuestión en la que no tienen ninguna esperanza de dar buenas noticias a los ciudadanos a corto plazo. Ya en los primeros años de siglo, la Universidad de Oviedo dedicó en años sucesivos varios cursos de verano al análisis de las perspectivas demográficas de Asturias. Aquellas clases dirigidas por la profesora Montserrat Díaz dieron a conocer proyecciones a más largo plazo, y más pesimistas, que las actuales. Según esos estudios, la población en 2050 podría quedar situada entre los 600.000 y los 700.000 habitantes.
La advertencia, sin embargo, encontró poco eco e incluso, durante un intervalo de un lustro, pareció excesivamente agorera (aunque tenía un único rasgo positivo: con esa población tan reducida, el pleno empleo parecía un objetivo factible). Aunque el fenómeno migratorio nunca alcanzó en el Principado la intensidad que en los años del boom económico conocieron otras comunidades autónomas, una parte de aquella ola de nuevos residentes en España salpicó a la región. Hacia 2007 y 2008, esa tendencia alcanzó su techo y, por primera vez, el contingente de asturianos de hecho nacidos fuera de España alcanzó las 40.000 personas. El colectivo nacional más representado era el de los rumanos que, hoy, a pesar de los viajes de regreso que muchos emprendieron en los peores momentos de la recesión económica, sigue siendo la colonia más numerosa. La entrada de su país en la Unión Europea y su acceso a la libre circulación de personas en el interior del continente modificó un mapa en el que, hasta entonces, pesaban más los ecuatorianos (principalmente, cuidadores domésticos) y marroquíes.
Al instalarse en Asturias, esos recién llegados importaron con ellos su juventud y su decisión de tener hijos, algo que las parejas asturianas han ido relegando con el tiempo. Con un promedio de apenas 1,2 hijos por mujer, la comunidad se encuentra muy lejos de la cifra mínima de 2,1 que los demógrafos consideran la tasa de reposición necesaria para compensar las defunciones y mantener estable una población. Durante años, la inyección que los inmigrantes aportaron a la natalidad sostuvo las cifras y permitió pensar en un respiro demográfico. Ya no es así y muchos municipios se enfrentan ahora a un despoblamiento del que solo escapan las tres grandes ciudades del área central, Siero, convertido en municipio residencial, y algunas villas convertidas en las cabezas de su comarca y en proveedoras de los servicios locales. El resto, en especial las comarcas mineras y los concejos pequeños de las áreas rurales, tienen encima un problema que tiende a agravarse con el tiempo.