
Con sus obsesiones por guía y la técnica como aliada, Vargas Llosa tejió una obra singular
15 abr 2025 . Actualizado a las 05:00 h.En Historia secreta de una novela, Vargas Llosa equipara el proceso de escritura al de un estriptis, en el que el autor «desnuda también su intimidad en público». Lo que queda a la vista son los «demonios que lo atormentan y obsesionan, la parte más fea de sí mismo: sus nostalgias, sus culpas, sus rencores». Es un proceso parecido pero, paradójicamente, inverso, porque el novelista se desnuda a la vez que viste sus temas con palabras. Así, lo que nace de lo vivido, lo leído, lo soñado, se envuelve ropajes literarios hasta alumbrar una obra en la que esa semilla íntima y primigenia se vuelve inseparable de esa nueva totalidad.
Mario Vargas Llosa, fallecido la madrugada del lunes en Lima, escribió sus mejores páginas como un exorcismo de sus demonios, propulsado por sus obsesiones, que, gracias a la escritura, adquirían la autonomía de una obra de arte. «La literatura es una ficción cuyos materiales vienen de la vida real, pero no como una mera proyección», describió en un encuentro en La Voz en 1997. Su paso por un colegio militar afloró en La ciudad y los perros. La bohemia de sus años adolescentes de periodista en La Crónica le valieron después en Conversación en La Catedral. De su primer viaje, en 1958, a la selva nacieron La casa verde y Pantaleón y las visitadoras. Y, como ejemplo elocuente, los materiales de su matrimonio con Julia Urquidi en La tía Julia y el escribidor.
No obstante, sería un reduccionismo cifrar su obra solo como una formulación de su biografía. Los «demonios» interiores no son exclusivamente avatares vitales, sino temas e ideas que aparecen tanto en esos libros como en otros posteriores, desde lo autoritario, el militarismo y las dictaduras —de La guerra del fin del mundo y La fiesta del chivo a Tiempos recios—, hasta la pulsión erótica —Elogio de la madrastra—, pasando por sus prospecciones en la ética personal y la moral colectiva, El sueño del celta y Cinco esquinas.
En ese nuevo todo autónomo e independiente entra en juego el lenguaje y el oficio de la escritura. Para Vargas Llosa, seguidor de Flaubert y su «palabra justa», existen muchas maneras de narrar una historia, pero solo una es la idónea, e identificarla es la tarea del autor. Cada historia necesita una forma específica de ser contada. La llegada del peruano, y especialmente sus tres primeras novelas, abrió nuevos caminos para narrar una realidad que permanecía ignorada hasta que él se ocupó de ella. Sus hallazgos formales —su manejo de los tiempos, un discurso caudaloso o preciso, pero siempre expresivo, atento a la música, los coloquialismos, a las columnas de prensa o los diálogos de los folletines de radio, por citar ejemplos diversos— fueron una revelación tan gozosa para quienes leían como inspiradora para quienes querían escribir. Como no podía ser de otra forma, también se ocupó del oficio en sus ensayos, como La orgía perpetua —Flaubert— o García Márquez: historia de un deicidio, entre otros.
De la experiencia migrante a la condición de autor profesional
Para Vargas Llosa, la experiencia de la emigración, exiliado o transterrado fue determinante en su carrera. Como él mismo reconoce, no empezó a tomar consciencia de ser escritor hasta su paso por París, mientras que Londres y Barcelona fueron episodios cruciales en ese otro aspecto, a veces desatendido, pero imprescindible: el tiempo y la estabilidad económica. En París, aquel joven aspiraba a convertirse en ese modelo de autor que se incardina y dialoga en su tiempo histórico: Sartre era su modelo. Sin embargo, fue en Londres donde se afianzó verdaderamente como autor. Mientras daba clases en el King's College, dedicaba las tardes no lectivas a avanzar en Conversación en La Catedral en la Biblioteca Británica. En su pequeño apartamento en el 7 de Philbeach Gardens se le presentó Carmen Balcells, resuelta a llevárselo a Barcelona con la promesa de hacer de él un autor profesional. «Pero cómo voy a vivir de los derechos de mis libros», se asombró Vargas Llosa. «Yo me encargo», le aseguró la agente.
Aquello fue la realización posible de una vocación temprana pero que parecía inasible. El joven Vargas creía que debía asegurarse el sustento con otros trabajos y escribir en su tiempo de ocio. Balcells le dio la vuelta a aquello y convirtió una obra renovadora y sólida, con las hechuras de un futuro clásico, en algo que no siempre se cumple: un éxito de ventas. Llegaron los premios, del Cervantes al Nobel, este último, para algunos, a deshora por tardío. Su carrera también se alimentó de su figura pública, convertido en voz intelectual, al modo de un Sartre con el que ya no sintonizaba, convertido a los postulados del liberalismo. El barrio de Londres donde escribía, para muchos, su mejor libro, acogía emigrantes, refugiados y hippies; ahora, los pisos cuestan millones. Es tentador ver en ese cambio una metáfora de su trayectoria, pero ante el papel, seguía siendo aquel que escuchaba a sus demonios.