
Decíamos el miércoles que el mercado de deuda norteamericano estaba experimentando problemas y que esto era una señal muy preocupante para su economía (y la de todos), porque coincidía con la caída de las bolsas, lo que resultaba muy anómalo. Cuando caen las bolsas lo esperable es que el dinero se refugie en la deuda, especialmente en la de Estados Unidos, considerada (hasta esta semana) como un valor seguro. Que esto no estuviese ocurriendo era una señal inequívoca de que los inversores anticipaban una catástrofe. Hasta entonces, a Trump no le había inquietado ni el derrumbe de los mercados ni tampoco la caída del dólar, pero al final han sido los bonos de deuda los que le han hecho recular. Porque, digan lo que digan sus portavoces, esto no ha sido parte de una sutil estrategia sino una retirada en toda regla. Eso sí, se trata de una retirada estratégica. El peligro no ha pasado, y que los mercados hayan saltado de alegría tras el anuncio de que Trump ponía en pausa los aranceles tan solo revela lo desesperados que están los inversores por buenas noticias. Después de todo, la euforia no deja de ser una variante benévola del nerviosismo. El hecho es que Trump mantiene el arancel del 10 % a todo el mundo y los todavía mayores a automóviles y recambios, que también se verán muy afectados (entre otras cosas) por el arancel salvaje a China del 125 %, que sigue ahí. La pausa de los demás es solo temporal (tres meses). Digamos que Trump ha dado un paso atrás ante el abismo, pero se ha quedado mirándolo con nostalgia y balanceándose en las plantas de los pies.
Trump acabará por volvernos a todos locos, pero la cuestión por el momento es cómo de irreparable es el daño ya hecho. Que el dólar siguiese cayendo horas después del anuncio de Trump (quizás a estas alturas el efecto se haya corregido) es un claro indicador de que la confianza no va a ser fácil de restablecer. Las bolsas siguen con el susto en el cuerpo y seguramente volverán las turbulencias. No ha desaparecido la probabilidad de una recesión en la segunda mitad del año, incluso si Trump llega a acuerdos comerciales. En todo caso, esos acuerdos no se pueden dar por hechos. Sobre todo si Trump insiste en discutir no solo los aranceles sino también los reglamentos que dificultan sus exportaciones. En el caso de Europa, algunos de estos son trabas burocráticas que se podrían eliminar, pero Trump piensa también en regulaciones fitosanitarias o medioambientales (el veto al famoso pollo tratado con cloro, por ejemplo) que son difícilmente negociables. Incluso es legítimo preguntarse si Trump quiere de verdad acuerdos, como se ve en el caso de China con la que, en la práctica, Estados Unidos ha roto relaciones comerciales. Ese pulso con Pekín servirá al menos para estudiar los efectos del shock arancelario antes de que, quizá, Trump decida volver a extenderlo a todo el mundo. Si es que lo decide. Porque hay otra variable a la que habrá que estar atentos en los próximos días y semanas: cuánto puede haberle debilitado a él políticamente todo esto. Estos experimentos, cuando fallan, no salen gratis.
Comentarios