
El modo contradictorio en que Donald Trump suele contar sus planes hizo pensar al principio a muchos que sus aranceles eran simplemente una táctica negociadora, un modo de situarse en una posición de fuerza para lograr acuerdos ventajosos. Una vez que ya conocemos los detalles se hace evidente que no es así. Resulta que toda esa retórica de «el mundo nos roba» no es más que un envoltorio. Lo que Trump quiere de verdad es otra cosa que también ha dicho, pero que ahora se ve que es lo único importante para él: reducir las importaciones para que Estados Unidos vuelva a ser un país industrial que «hace cosas» y no uno que casi solo consume. Es un proyecto que se presenta incluso con tintes moralistas, porque contempla como un mal social el consumismo y la dependencia de los bienes baratos de otros países. Ahora se entienden sus constantes referencias a la crisis del fentanilo. Para él, es la metáfora de la adicción de todo el país a los productos baratos importados. Por eso sus aranceles no tienen sentido desde el punto de vista del comercio. Por eso no son recíprocos ni penalizan otros aranceles sino el déficit comercial en sí. Porque lo que busca Trump es otra cosa, una especie de purga de lo que él considera un cuerpo enfermo. De ahí que hablase ayer de la necesidad de tomar «una medicina», se entiende que amarga. Es otra metáfora simplista, pero en este caso reveladora.
Esto hace extremadamente difícil que Trump acabe cediendo, como lo hizo Nixon cuando intentó su propia revolución comercial. El arancel reviste para Trump un sentido casi religioso. Sí es posible que negocie algunos, pero, desgraciadamente, no hay que hacerse ilusiones. Ofrecerá, quizás, acuerdos comerciales a países muy concretos como Nueva Zelanda, o Reino Unido (aunque no para su sector del automóvil). Puede que afloje la presión sobre Canadá y México, porque los países contiguos son demasiado importantes para el comercio. Pero es muy improbable que negocie con China, con quien quiere que la guerra comercial sea lo más dura posible. Y es dudoso que negocie con la UE, al menos de manera sustancial, porque por su tamaño y su tipo de economía la considera un rival a batir. Lo que sí podemos esperar más a largo plazo es, quizá, un giro en la estrategia. Los aranceles, incluso si acabasen no siendo tan dañinos como se teme, no pueden lograr por sí solos la transformación que busca Trump. En la Casa Blanca hay una facción que cree que es necesario recurrir a la política monetaria. Esta facción, que encabezan el secretario del Tesoro, Scott Bessent, y el presidente del Consejo de Asesores Económicos, Stephen Miran, era partidaria de usar los aranceles solo como amenaza. Abogaban por centrarse más bien en la devaluación del dólar para conseguir el mismo efecto de encoger las importaciones y favorecer las exportaciones sin tanto destrozo en los mercados. Trump los ignoró, pero a medida que la actual táctica empiece a mostrar sus limitaciones cabe la posibilidad de que logren imponer su criterio, lo que rebajaría mucho la tensión. Mientras tanto, no queda más remedio que tragarse esta medicina de la que habla Trump, con la sospecha, como en el caso de tantas personas que se automedican, de que no es el tratamiento adecuado o de que sus efectos secundarios exceden a sus beneficios.
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