La tentación del «borrón y cuenta nueva»

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado EL MUNDO ENTRE LÍNEAS

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De izquierda a derecha, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, su esposa, Melania Trump, y el vicepresidente, J. D. Vance.
De izquierda a derecha, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, su esposa, Melania Trump, y el vicepresidente, J. D. Vance. Kevin Lamarque | REUTERS

22 ene 2025 . Actualizado a las 05:00 h.

Donald Trump, o sus asesores, han aprendido la lección. Hace ocho años, en su primer discurso de toma de posesión, Trump lanzó una filípica llena de ruido y furia a la que luego siguieron semanas de caos y parálisis. En la toma de posesión del lunes, y aunque no faltaron sus clásicas exageraciones, victimismo y ataques personales, el discurso fue menos agresivo. A cambio, las primeras horas de este segundo mandato de Trump están produciendo un torrente de decretos. Se pretende así transmitir una sensación de urgencia y la idea del poder instantáneo de una firma para transformar un país. La urgencia tiene que ver con que antes de dos años Trump podría perder el control de la Cámara de Representantes en las elecciones de mitad de mandato, pero sobre todo con que no ha prometido gestión sino ruptura. No solo importa la profundidad de las medidas decretadas, también la cantidad y la variedad. De ahí que, junto a decisiones realmente sustanciales, como la supresión del derecho automático a la nacionalidad por nacimiento en el territorio, aparezcan anécdotas como el cambio de denominación del monte Denali. Lo que cuenta para Trump es mantener esa dinámica rupturista que apuntale su popularidad el tiempo suficiente como para que se perciban (él espera que para bien) los efectos de sus políticas, muchas de la cuales van a verse frenadas durante meses por el control parlamentario y judicial. A otros presidentes les bastaba con gobernar, pero Trump ha prometido una revolución, que además de ser lo contrario requiere más esfuerzo.

¿Es esta una revolución? Depende. La cantidad y la premura pueden dar esa impresión, pero si uno se fija bien la mayor parte de los decretos de Trump son revocaciones de otros de Joe Biden. El plazo obligatorio para la electrificación de vehículos, las restricciones a la extracción de petróleo, las medidas de equidad e inclusión, el cuestionamiento de la existencia de dos sexos, el veto a TikTok… Todas esas cosas que liquida Trump, literalmente, de un plumazo, eran iniciativas recientes de Biden, y en algún caso también bastante radicales. Otros decretos son reiteraciones de decisiones que Trump ya había tomado en su primer mandato y que Biden rectificó a su vez, como la retirada de Estados Unidos de la OMS y del Acuerdo del Clima de París o la reclasificación de funcionarios para facilitar su despido. Este es el hecho que, en un entorno polarizado como el actual, puede pasar desapercibido: que tanto progresistas como conservadores últimamente tienden a impulsar programas rupturistas en todo el mundo. La consecuencia es que el ejercicio de la alternancia, que idealmente debería consistir en hacer solo correcciones a la política de los predecesores, se está viendo sustituido por un borrón y cuenta nueva sucesivo.

Es una deriva que se ejemplifica bien en el uso del perdón presidencial. El escándalo de los indultos de Trump a los insurrectos del 6 de enero sucede al escándalo previo de los indultos de Biden a sus familiares y colaboradores. Y son dos escándalos no tanto por lo indultos en sí sino por cómo se justifican: Trump califica de «rehenes» a personas que han sido juzgadas y condenadas conforme a derecho, mientras que Biden se inventa la figura de un «indulto preventivo» que en la práctica supone la inmunidad ante la ley. Antes o después, en esta obsesión por el borrón y cuenta nueva, alguien acabará recordando que para la salud de una democracia es más importante la permanencia de las reglas del juego que los cambios de política.