Hace 20 años la tierra se convirtió en mar

M. Cedrón REDACCIÓN / LA VOZ

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La ciudad de Banda Aceh quedó destruída hace veinte años
La ciudad de Banda Aceh quedó destruída hace veinte años WEDA | EFE

El mundo recuerda el tsunami del 2004, la peor catástrofe natural del XXI

26 dic 2024 . Actualizado a las 04:47 h.

Sri Lanka. El nombre de la antigua Ceilán destaca impreso en un cartel con la imagen de una barca de pesca que navega sobre las aguas del Índico donde se promociona la isla como destino turístico. Mirar ese anuncio colgado en el escaparate de una agencia de viajes de A Coruña es como sumergirse en un túnel del tiempo, aunque hay olores y sensaciones, fragmentos de vida, que periódicamente se reproducen como fotogramas de una película. La diferencia es que lo que pasó el 26 de diciembre del 2004 en el sureste asiático fue real.

La barcaza del cartel tiene la misma estructura que la embarcación con la que Ansa solía salir a faenar a la bahía de Trincomalle. En la mañana de aquel día de hace veinte años este pescador de la costa de Kinnya y uno de los pocos cristianos que vivían en esta parte del noreste del país, zarpó en busca de pescado para llevar al mercado. Allí, en medio del mar, lo sorprendió una de las olas gigantes desatadas por la energía liberada por el terremoto de magnitud 9,1 que a las 7.29 horas azotó las costas de Sumatra dejando un rastro de 229.012 muertos en Indonesia, Tailandia, Sri Lanka, India, Myanmar, Maldivas, Bangladesh, Malasia, Islas Maldivas, Somalia, Kenia, Tanzania, Islas Seychelles... El olor a muerte tiñó las playas del Golfo de Bengala, hacia donde mira la ciudad indonesia de Banda Aceh. Esta capital, a unos 260 kilómetros del epicentro, acabó engullida por las olas de más de treinta metros que tocaron la costa una media hora después de que la placa tectónica india chocara bajo el océano con la microplaca birmana provocando el terremoto. Y tan solo una hora después la furia del mar, como una apisonadora, llegó con la fuerza de varias bombas atómicas a la costa de Sri Lanka donde faenaba Ansa.

Él sobrevivió. Hace dos décadas contaba desde Kinnya como, cuando llegó la gran ola, soltó la red y se agarró a la barca que acabó volcando. Tuvo más suerte que otros pescadores cuyos cuerpos aparecieron días después flotando en el mar, consumidos por la sal, en medio de una maraña de cuerdas. Nadie los avisó de lo que se avecinaba. Porque en el 2004 en el mundo no había más de dos centros de detección de tsunamis en el Pacífico y unas cuatro boyas DART (deep-ocean Assesment and Reporting of tsunamis) para la alerta de estos fenómenos en las profundidades del océano. Ahora hay unas cuarenta boyas, además de centros de aviso en el Índico, el Caribe, el Atlántico Norte y Mediterráneo. Además, el tiempo de respuesta ha bajado de unos 50 minutos a entre 5 y 7. Pero no hay que bajar la guardia, ni dejar de mejorar los mecanismos de alerta ni la formación de la población frente a desastres naturales. Porque aunque la Unesco reconoce la preparación que tienen un centenar de comunidades de 34 países —entre ellos España— en esta materia, hay miles de poblaciones vulnerables que no están formadas para advertir su llegada.

La imagen de Ansa, un hombre enjuto parado en medio de una casa, la suya, con las paredes suspendidas en el aire es uno de esos recuerdos congelados que reproducen una historia que se trenza con la de Shamira, una niña que entonces, con solo nueve años, no solo perdió su casa, también a su familia. Ella era una de las menores refugiadas en el campamento de la escuela de Al Hira, en Kinnya. Ahí es donde personal sanitario de la Sociedad Española de Medicina de Catástrofes (Semeca) y bomberos de Bomberos Unidos sin Fronteras (BUSH) improvisaron un campamento para atender a los vecinos de una zona a la que era más complicado acceder al estar ocupada entonces por el ejército de los rebeldes Tigres Tamiles.

Ellos llegaron en un autobús alquilado en la capital, Colombo, para atender a los heridos, buscar desaparecidos entre los escombros y jugar con niños como Shamira que, pese a todo, no dejaba de sonreir. E incluso había dicho que le gustaría, algún día, conocer el país de aquellos chicos que habían volado más de 11.000 kilómetros con Box, un golden retriever, y Tana, una perra de agua, para echarles una mano. Porque fueron aquellos bomberos los que, mientras no llegaba personal de enfermería, ayudaron a los dos médicos de la base a hacer las curas de heridas, escayolar brazos rotos.... y por supuesto ni un solo día dejaron de buscar entre una maraña de escombros.

Dónde estará aquella niña que ahora tendrá 29 años es una de las muchas preguntas que los que estuvieron en la escuela de Al Hira han arrastrado en su mente durante todos estos años. Lo mismo que se preguntan qué hará Fátima, la pequeña que sobrevivió a la gran ola y que por unas horas se convirtió en su bebé.

Porque Fátima llegó a la escuela dos semanas después de que el tsunami entrara en su pueblo a una velocidad de 197 kilómetros por hora, supuestamente llevándose con él la vida de su madre. Una mujer que entonces tenía 36 años, Hamira, la salvó. Tenía apenas unos días de vida. Y la fue alimentando con una mezcla de leches hasta que, el 9 de enero del 2005, acudió a pedir ayuda a la base médica española. En una hamaca improvisada con un pareo estuvo Fátima mientras la examinaban y llamaban a las autoridades para dar cuenta de que había aparecido aquel bebé. Lo último que se supo de ella es que se había quedado a cargo de Hamira. De hecho, dos días antes de llegar al campamento el Gobierno del país había prohibido las adopciones después de que Unicef hubiera constatado algún supuesto caso de tráfico de huérfanos. Aquel campamento era solo una pequeña muestra de la otra ola que desató el tsunami, un mar de solidaridad al que también se sumaron los tamiles al decretar una tregua para facilitar la llegada de ayuda al noreste del país.

En el sureste, la línea de costa entre el parque natural de Yala y Colombo, los hoteles a pie de playa habían quedado arrasados. Muchos negocios habían cerrado y los vecinos se habían mudado hacia el interior del país. Querían volver a empezar reactivando cuanto antes el turismo, pero no sabían cuándo. El responsable de la cámara de comercio de Hambantota creía entonces que ya no se volverían a construir edificios junto al mar en Sri Lanka. Estaba equivocado. Veinte años después, el turismo florece en la isla. Y barcas como la que usaba Ansa para pescar protagonizan folletos para atraer viajeros a unos lugares donde nunca se olvidará el tsunami.