Se puede a la vez tener la culpa y tener la razón. Es lo que sucede con Emmanuel Macron. Sin duda, es en gran parte el culpable de la crisis política por la que atraviesa Francia. Y no solo por su decisión de convocar unas elecciones anticipadas, que le salió tan mal y que ha conducido a un parlamento ingobernable, sino también por sus esfuerzos a lo largo de los años en destruir a la oposición moderada de derecha e izquierda (lo cual sí le salió bien). Igualmente, es el principal responsable de la crisis económica que amenaza al país, después de haber disparado el gasto público hasta ponerse en camino de un déficit del siete por ciento. Y, sin embargo, una vez creado este desastre, Macron tiene razón a la hora de interpretarlo y proponer un camino de salida. Tiene razón en que la crisis financiera es más importante que la política, o al menos mucho más acuciante, y que la única manera de atajar el peligro son unos presupuestos que reduzcan el gasto, principalmente en pensiones, que se ha vuelto insostenible. Ni siquiera es cuestión ya de reformar el sistema para hacerlo sostenible, como se intentaba antes de que llegase este caos político, sino que se trata de salvarlo y evitar la quiebra, simplemente. El problema es que la manera de gobernar de Macron, con su soberbia y sus errores, ha creado un entorno político en el que la prioridad no es esa sino derribarlo a él. Todavía peor, es precisamente la oposición a esas reformas —fundamentalmente, la de las pensiones— lo que extrema derecha y extrema izquierda utilizan como reclamo para atraer el voto del descontento.
Por eso le está resultado tan difícil a Macron encontrar un primer ministro tolerable a los extremos, que no tienen mayoría para gobernar, pero sí para bloquear la acción de gobierno. En otras circunstancias, la dimisión del propio Macron hubiese podido resolverlo, pero en las actuales sería un cara o cruz entre Jean-Luc Mélenchon y Marine Le Pen que dividiría al país y profundizaría la crisis política y económica. Sobre todo, y poniéndonos en lo peor, haría imposible el mecanismo de ayuda del Banco Central Europeo (BCE), que Francia puede acabar reclamando, y que exige ortodoxias fiscales que ni Mélenchon ni Le Pen aceptarían nunca. Es por eso que seguir sacando conejos del sombrero, que es lo que va a hacer Macron, resulta la opción menos mala, seguramente. Es una especie de inestabilidad estable que tranquiliza más a los mercados que la incertidumbre. De hecho, la caída del Gobierno de Barnier no ha afectado a la prima de riesgo francesa, que sigue en torno a los 80 puntos. Pero a veces es difícil distinguir entre un antídoto y un veneno lento. Cada gabinete centrista que fracasa refuerza a los extremos, y es difícil imaginar que Macron pueda seguir tirando así el año que queda hasta que se puedan volver a convocar elecciones legislativas. El espectro de una peligrosa invocación del artículo 16 de la Constitución, que daría plenos poderes a Macron para gobernar, ya no se contempla como algo inverosímil.
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