Siete días después, nadie descansa en Paiporta

Carlos Peralta
Carlos Peralta LA VOZ EN VALENCIA

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Un grupo de jóvenes forma una cadena para cargar cubos en Paiporta
Un grupo de jóvenes forma una cadena para cargar cubos en Paiporta Manuel Bruque | EFE

Los todavía numerosos voluntarios acompañan el refuerzo de efectivos en la zona cero

05 nov 2024 . Actualizado a las 12:03 h.

Solo hay que echar un ojo a las paredes de Paiporta para darse cuenta de los efectos devastadores de la dana que arrasó el pueblo y que conllevó más de 60 muertes. Las marcas, sobradamente por encima del metro y medio, no mienten. «Llegó a los dos metros en otros puntos», lamenta Javier Carballo, gallego de origen y vecino de Paiporta desde hace décadas.

Ayer fue lunes laborable, lo que redujo el número de voluntarios. Aun así siguen siendo cientos. Nadie está parado en Paiporta. Los bomberos achican agua; los voluntarios barren el lodo acompasados y los militares retiran escombros. Los vecinos celebran el aumento de efectivos. «Todo está mal», afirma Liroy Ruiz, un voluntario que coordinó a 400 personas con la ayuda de un amigo militar que le indicaba dónde podían ser más útiles. «Estamos ayudando todo lo que se pueda», remarca humildemente este voluntario, que estuvo estos días en Utiel —transportado por un grupo de militares—, en Catarroja, en Masanasa y este lunes en Picaña y Paiporta.

Salvo por el barro, las calles están relativamente despejadas, pero en sus aceras hay un número incontable de vehículos destrozados y, en ocasiones, amontonados unos encima de otros hasta formar columnas de incluso tres turismos. «Los coches chocaban como globos. El agua bajaba a unos 20 kilómetros por hora, a la velocidad de un ciclista. Entre las siete y media y las ocho y media subió al máximo», recuerda Javier, que estuvo a salvo al vivir en un cuarto piso. Su coche se libró por casualidad. «Dos vehículos aparcaron en cuña, no me dejaban salir. Era en un descampado y no llamé a la grúa. Me fui de Valencia a casa en metro», afirma.

Javier ha visto y oído varias heroicidades y también tristes hallazgos. Varios vecinos rompieron tabiques para acceder a plantas superiores y salvarse de la inundación. Otros pasaron horas subidos a coches, árboles y farolas. Las mantas, además, sirvieron como cuerdas improvisadas que permitieron a personas atrapadas en el agua acceder a pisos altos.

Algunas calles siguen con barro a rebosar, el suficiente como para enfangarse hasta los tobillos. Dos sillas sirven para advertir que hay una alcantarilla abierta. Pero entre los montones de escombros hay también montañas de botellas de agua, cartones de leche y todo tipo de alimentos. Nadie va a misa estos días en la iglesia de San Ramón. Tampoco se estudia en el Colegio Lluís Vives. Ambos lugares son ahora ejemplos de apoyo mutuo. En el centro educativo los víveres pasan del camión a las mesas de mano en mano, gracias a una larga cadena de voluntarios.

Muchos ciudadanos, alertados por el desbordamiento del barranco, se apresuraron a sacar sus coches de los garajes para llevarlos a la zona de detrás del colegio, de las más altas de Paiporta. Pero al volver les pilló de lleno la riada.

Para entonces Juan Carlos March, conserje del colegio, ya estaba en el primer piso resguardado. Dejó atrás su casa, que está en el mismo recinto, con algo de comida y los instrumentos musicales de sus hijas. Ayudó desde los tejados a unas 50 personas a subir al primer piso. «No quedaba tiempo para pensar, solo para actuar», recuerda Juan Carlos, mientras se toma un descanso después de descargar la enésima camioneta. Javier, que fue músico y profesor durante toda su carrera, escucha con atención el relato del conserje que priorizó la pasión musical de sus hijas.

Una respuesta «brutal»

«El miércoles fue un día de calma, pero el jueves vinieron un sinfín de voluntarios», afirma Marco Navarro, coordinador de este centro logístico provisional, que salió a una rotonda cercana a pedir ayuda: «Vino un montón de gente y, no sé cómo, pero en una hora ya aparecieron furgonetas. No tengo palabras, fue brutal».

El centro educativo, con todo arrasado por la riada, cambió su aspecto por decenas de mesas repletas de comida, agua, pañales y productos de higiene. «Por hacer un poco de humor, esto es una mezcla del Zara y del Mercadona», señala Marco con una sonrisa y los ojos vidriosos.

El director del centro, Pablo Gras, cuenta que el primer piso es un hospital de campaña, y la sala de profesores, una clínica gratuita de psicología. El colegio incluso mutó en un hostal que acoge a un equipo de buzos profesionales. Hoy vendrán dos camiones que repartirán miles de raciones de fabadas y paellas. Pero ¿cuándo volverán a dar clases? «Tenemos esperanza, pero también somos realistas», dice Gras.

Acaba el día. Los voluntarios cruzan una pasarela, la del nuevo cauce del Turia, que ya es un icono de la solidaridad infinita. «Valencianos, levantémonos en pie», se puede leer en una lona escrita a mano, en referencia al himno regional. Antes de acceder a ella, es fácil ver un número astronómico de toneladas de escombros. Armarios, colchones... Restos de proyectos de vida. Hace una semana estaban repartidos a merced de la riada.