La automoción del Viejo Continente se tambalea. Lo que parecía el camino natural hacia el futuro, el coche eléctrico, se ha convertido en una auténtica trampa. Las inversiones han sido millonarias, las ventas no despegan y la competencia —sobre todo de China— es feroz. Una tormenta perfecta que ya tiene contra las cuerdas a toda una joya de la corona de la industria automotriz europea: Volkswagen. El principal fabricante de coches de Europa ha puesto sobre la mesa la posibilidad de cerrar plantas en suelo germano por primera vez en sus 87 años de vida. Todo un terremoto, como rezaba el titular del Wolfsburger Nachrichten, el periódico de Wolfsburgo, cuna del gigante germano en la Baja Sajonia.
Puede que sea este el peor momento por el que ha atravesado desde su creación por mandato de Hitler. El objetivo: fabricar un coche asequible y para todo el pueblo, de ahí su nombre (volks-pueblo y wagen-coche). Al frente del proyecto: el ingeniero Ferdinand Porsche. El automóvil tenía que tener cinco asientos, no costar más de 1550 reichsmarks, llegar a los cien kilómetros por hora y consumir ocho litros por cada cien kilómetros recorridos. El primer prototipo fiable vio la luz en 1936. El modelo KDF Wagen. El popular Escarabajo.
Aquello ya es historia. Ahora la situación es «crítica». Y no lo dice cualquiera. El adjetivo ha salido de la boca de Oliver Blume (Brunswick, Alemania, 1968), el consejero delegado del Grupo Volkswagen. Necesitan ahorrar 10.000 millones. El cierre de alguna de las plantas figura entre las bazas para lograrlo. Y dicen las voces expertas que a la compañía le sobran unos 20.000 trabajadores.
«La tarta se ha hecho más pequeña y hay más invitados en la mesa». Es la frase —de lo más gráfica— con la que el primer ejecutivo directivo de la compañía define la situación. También les ha dicho Blume a sus empleados que la empresa lleva 15 años viviendo por encima de sus posibilidades, sacando de la tesorería unos 1.500 millones de euros al año, y que las cosas tienen que cambiar porque la hucha no da más de sí.
Todo un terremoto, sí, pero no solo en Volkswagen, como señalaba el Wolfsburger Nachrichten, sino en todo el territorio germano y especialmente en la Baja Sajonia. Lo sabe bien Blume. Nació y se crió allí. Y conoce de primera mano los brutales efectos de la onda expansiva que genera el estallido de una crisis en el seno de la compañía. «Si VW tose, Alemania enferma de gripe», resumía hace unos días una diputada de la CDU, mientras exigía al Gobierno de Olaf Scholz que mueva ficha.
La última vez que los cimientos del gigante automotriz temblaron fue cuando salió a la luz que había falseado las pruebas de emisiones de sus coches para que parecieran más verdes. El conocido como dieselgate. Numerosos municipios de la región vieron cercenada su capacidad de recaudación, detallaba no hace mucho Daniela Cavallo, presidenta de los comités de empresa europeos y mundiales del Grupo Volkswagen. Hubo localidades que tuvieron que apagar su alumbrado público o incluso suspender los planes de desratización porque no tenían dinero para pagarlo, dijo para exponer lo crudo de la situación.
Difícil papeleta la que tiene sobre la mesa este ingeniero en Mecánica por la Universidad Técnica de Braunschweig. Como entusiasta del deporte y aficionado a las medias maratones está acostumbrado a resistir. Falta le va a hacer. Mucho se debe de estar acordando de aquel doctorado en Ingeniería de Automoción que realizó en el 2001 en la Universidad Tongji de Shanghái. Lo supervisaba Wan Gang. Años más tarde, ministro de Ciencia y Tecnología de China y principal impulsor de la revolución del vehículo eléctrico en China. Las vueltas que da la vida.
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