Finalmente, la presión ha surtido efecto. Porque, si bien el domingo se apilaban los mensajes de agradecimiento a Joe Biden por «su generosa decisión» de abandonar la carrera presidencial, la verdad es que esa decisión ni ha sido suya ni producto de la generosidad sino más bien de una intensa campaña de acoso y derribo. Tan intensa, que en algún momento parecía dirigida más a un rival que a un líder del propio partido. Biden tuvo que saber que todo se había acabado cuando el viernes se filtró que los donantes demócratas amenazaban con cerrar el grifo del dinero si no se le apartaba de una vez. Y, aún así, el presidente ha seguido resistiéndose tozudamente hasta el último momento, revolviéndose como Julio César entre los puñales de los que eran sus amigos y colaboradores.
El «no» de Biden, de hecho, ha sido tan sonoro que una de las dificultades a las que se enfrentan ahora los demócratas es redefinir este sacrificio ritual para convertirlo en una transición ordenada, en la simple salida de una suplente a pocos minutos del final de encuentro con un gol en contra. De nuevo esto depende en gran medida del propio Biden. En la rueda de prensa que ha anunciado para esta semana, y en la que explicará su decisión, tendrá que esforzarse para que lo que en otras circunstancias se habría denunciado como un caso clamoroso de «edadismo» parezca algo tan natural como un relevo de una prueba olímpica; para que lo que es sin duda un servicio al partido parezca también un servicio al país.
Entre los demócratas, es evidente el alivio, incluso el entusiasmo, porque habían llegado a la conclusión de que con Biden se dirigían a una derrota segura. Muy probablemente sea cierto, pero este cambio de caballos a media carrera no deja de ser un salto en el vacío que tanto puede dar la vuelta a la campaña como terminar en un desastre aún mayor que el que pretenden evitar. Las primeras encuestas de opinión nos darán alguna indicación de si la jugada ha sido acertada o no, pero ya se puede certificar que es temeraria. Más que ante una estrategia política, estamos ante un experimento.
En cuanto a Kamala Harris, todos aceptan que se trata de la candidata más lógica, aunque no necesariamente la más idónea. Sea como fuere, ante ella se presenta ahora una gran oportunidad: la de presentar como fresco y novedoso lo que ha nacido de la improvisación. Comparada con Trump, Harris es poco conocida, pero hay estrategas demócratas que creen que esto podría ser una ventaja. Hay quien piensa que su perfil bajo como vicepresidenta en estos cuatro años la perjudica, pero también hay quien piensa que, precisamente, la beneficia. Lo mismo sucede con su indefinición ideológica, que la desdibuja, pero que permite a los fontaneros del partido construirle un mensaje cortado a la medida para enfrentarse a Trump. En todo caso, hay algo en lo que, sin duda, Harris ya parte con ventaja. En el fondo, el activo principal de cualquier candidato que se enfrenta a Donald Trump es no ser Donald Trump. Esa condición, al menos, la cumple sobradamente Kamala Harris.
Comentarios