Parecía que el atentado contra Donald Trump iba a poner fin a la operación dentro del partido demócrata para sacar a Joe Biden de la campaña presidencial. Por lo que se ve, solo ha sido una pausa de pocos días. El jueves volvía a retomarse con fuerza la maniobra en medio de informaciones según las cuales Biden se estaría mostrando «más receptivo» a la idea de apartarse a un lado, junto con llamadas para que lo haga por parte de figuras destacadas del partido, como Nancy Pelosi, Chuck Schumer o el mismísimo Barack Obama. Puede ser, pero la suspicacia está permitida en este caso. Los medios que difunden esa idea de que Biden está a punto de renunciar (The New York Times, CNN) son precisamente los que encabezan la campaña para que renuncie. En cuanto a Pelosi y Schumer, no es casual que se trate de pesos pesados del Capitolio. Su preocupación refleja la de muchos candidatos demócratas a la Cámara de Representantes y al Senado, que lo que temen no es ya que Trump vuelva a residir en la Casa Blanca sino una debacle demócrata en el Congreso que le deje a él con el control de ambas cámaras y a ellos sin escaño. Por lo que se refiere a Obama, su intervención en este asunto, tan celebrada, podría ser menos decisiva de lo que parece. Lejos de lo que se ha dado a entender, la relación entre él y Biden es pésima desde hace casi una década, desde que Obama apoyó la candidatura presidencial de Hillary Clinton, que luego perdió, en vez de la de su vicepresidente. «Estos que ahora piden a Biden que se vaya para que no gane Trump son los que nos trajeron a Trump», decía este viernes uno de los asesores de Biden.
No le faltaba razón y seguramente reflejaba mejor que la CNN el pensamiento de Biden, quien, según otras fuentes, estaría más bien furioso con la forma en la que le está tratando su partido. Lo que no quiere decir que Biden no vaya a renunciar en los próximos días. La presión está siendo tan intensa que, al final, la idea, posiblemente no del todo suya, de que está pensando en dejarlo se convertirá en una profecía autocumplida.
Mientras, y frente a esta imagen de división y desesperación de los demócratas, el Partido Republicano proyectaba otra de unidad y confianza en su convención de Milwaukee. Es una curiosa inversión de lo que ocurría con los dos partidos hace no tanto tiempo. El tan esperado discurso de Trump tras su atentado resultó, sin embargo, decepcionante: interminable, repetitivo, sin energía. Tampoco Trump es el de hace ocho años. Pero sus seguidores ya no se fijan en esos detalles. Para emocionar a su auditorio, a Trump le bastó con evocar una y otra vez la idea de que Dios le ha salvado milagrosamente la vida. Y, en el fondo, esa empieza a ser también la esperanza a la que se encomiendan los demócratas, la de que el sacrificio de su líder y su sustitución por alguien nuevo obre otro milagro, el de un cambio de tendencia en las encuestas.
Nada es imposible en la política de una democracia, aunque si Dios hiciese tantos milagros no se llamarían milagros y quizás ya haya hecho suficientes en esta campaña electoral.
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